La primera vez que fui a Florencia ya lo hice con la intención de saldar la cuenta de una atracción. No quería caer por ningún motivo en la nostalgia. Me había decepcionado que Gaziel sucumbiera a ella en su libro L'home és el tot. Florència, cura d'aires. No fue capaz de digerir la transformación vivida por la ciudad entre su primer viaje de 1915 y el que finalmente dió pie al libro en 1954. La invasión del tráfico rodado, el turismo masivo... Su libro, agónico, quedó marcado por un
lamento inútil y acabó por sumarse al anacronismo que fustiga. No es fácil romper con la belleza, ni siquiera cuando se lo merece. No es fácil navegar en el mar de la seducción, como tampoco lo es admitir según qué efectos del paso del tiempo Ahora regreso siempre a la Toscana con mil excusas, rendido. Se ha convertido en un viejo amor y no tiene nada de viejo. Lo compruebo cada vez que vuelvo, más envejecido que ella, más tentado en creer en la abrasión del paso del tiempo. La Toscana me demuestra cada vez, en los mismos escenarios, que no tengo razón. Y la atracción reaparece con la misma intensidad del primer día.
Acto seguido se impone de nuevo mi prevención contra la nostalgia, mi incredulidad a propósito de la inofensión del paso del tiempo. Pero la verdad es que no es preciso poner demasiado al día el oficio de amante de Florencia que, al contrario de lo que pensaba, no ha dejado de estarlo en la práctica, extrañamente. La parte incomprensible de la belleza, de la atracción, del amor, es un indicio de solvencia de este atávico e inasible impulso. En Florencia conoció uno de sus solsticios y aun experimenta las consecuencias, por fortuna, como yo mismo.
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