Almorzar o cenar bien a orillas del mar, literalmente con los pies en la arena, es un placer de los dioses más primitivos y más auténticos. Los restaurantes o chiringuitos de playa abiertos en verano practican a veces una cocina expeditiva, otras veces destacan por la calidad y el servicio a pesar de la sencillez aparente de las instalaciones, enaltecida a menudo por la grandeza del paisaje, por la atmósfera de aquel lugar preciso. En los chiringuitos el entorno natural resulta determinante, así como el ambiente decontracté de un momento concreto que aspira a
oler la libertad, la acracia feliz. La proliferación veraniega a lo largo del litoral permite predilecciones muy variadas, ligadas a cada sector de la costa. Yo aun soy capaz de recorrer kilómetros para comer descalzo –como quien dice—el pescado del día en Le Poisson Rouge, escondido en un rincón de los muelles de Portvendres; las inmortales sardinas de El Dofí en la playa de Tamariu o un “asado” majestuoso y primigenio en la playa de Premiá de Mar, en el chiringuito La concha de la lora, un nombre que no sugiere nada a la mayoría de catalanes y que sugiere mucho a argentinos y asimilados. Entiendo que otras personas prefieran valores seguros –y más caros—como Lasal en Arenys de Mar, El Calamar de la playa de El Prat de Llobregat, el chiringuito de Cala Canyelles en Lloret o el Cala Beach en la Playa Larga de Tarragona. Hay para todos los gustos, consolidados en su reputación o estrellas fugaces del sueño de una noche de verano. Incluso algunos nuevos hoteles de gran lujo del frente marítimo de Barcelona --de esos que han tenido bula para saltarse la Ley de Costas y edificar en la misma orilla-- montan ahora chiringuitos en “su” arena, aunque solo sean una pálida y ostentosa imitación de los de verdad. La nobleza de los auténticos chiringuitos requiere un mínimo de identificación, de sometimiento amoroso al rincón de playa que les da su razón de ser, el genio del lugar.
oler la libertad, la acracia feliz. La proliferación veraniega a lo largo del litoral permite predilecciones muy variadas, ligadas a cada sector de la costa. Yo aun soy capaz de recorrer kilómetros para comer descalzo –como quien dice—el pescado del día en Le Poisson Rouge, escondido en un rincón de los muelles de Portvendres; las inmortales sardinas de El Dofí en la playa de Tamariu o un “asado” majestuoso y primigenio en la playa de Premiá de Mar, en el chiringuito La concha de la lora, un nombre que no sugiere nada a la mayoría de catalanes y que sugiere mucho a argentinos y asimilados. Entiendo que otras personas prefieran valores seguros –y más caros—como Lasal en Arenys de Mar, El Calamar de la playa de El Prat de Llobregat, el chiringuito de Cala Canyelles en Lloret o el Cala Beach en la Playa Larga de Tarragona. Hay para todos los gustos, consolidados en su reputación o estrellas fugaces del sueño de una noche de verano. Incluso algunos nuevos hoteles de gran lujo del frente marítimo de Barcelona --de esos que han tenido bula para saltarse la Ley de Costas y edificar en la misma orilla-- montan ahora chiringuitos en “su” arena, aunque solo sean una pálida y ostentosa imitación de los de verdad. La nobleza de los auténticos chiringuitos requiere un mínimo de identificación, de sometimiento amoroso al rincón de playa que les da su razón de ser, el genio del lugar.
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