Ayer tuve la satisfacción inusual de volver a escuchar de pie, tal como se merece, la interpretación en vivo del del famosísimo “Aleluya” de Händel, de su oratorio El Mesías, en un vibrante concierto de The Ripieno Consort y el coro de cámara Dyapason convocado en el Centro Cívico Pere Pruna de Barcelona. Años atrás todavía presencié en el Palau de la Música como algunas personas del público, muy pocas, se ponían de pie cuando el coro entonaba este "Aleluya", en un gesto de reconocimiento y admiración ante uno de los fragmentos musicales más gloriosos de la historia de la humanidad, sin ninguna connotación religiosa necesariamente. La tradición de ponerse de pie en ese
instante es de origen laico. La implantó el rey Jorge II de Inglaterra el día de la interpretación en el Covent Garden londinense, el 25 de marzo de 1745, en una reacción incontenible de homenaje, dado que no podía ponerse a aplaudir en plena audición. Los acompañantes del monarca y el público hicieron como él, claro está. La tradición se ha mantenido casi exclusivamente en Inglaterra, aunque sigo pensando que algunos instantes privilegiados como este merecen ponerse rendidamente en pie, más que caer de rodillas como tantos otros. Si las personas educadas se levantan al sonar el himno del país en determinados actos públicos, inclusive en el Palau o el Liceu, no veo por qué no debería hacerse lo mismo al sonar el aun más majestuoso “Aleluya” de Handel, ese crescendo feliz de voces que repiten "King of Kings, and Lord of Lords, for ever and ever, Hallelujah, Hallelujah!”. El hecho de aplaudir al final de las interpretaciones no deja de ser otra tradición. Ponerse admiradamente en pie en plena audición puede convertirse en la mejor “standing ovation”. Son costumbres.
instante es de origen laico. La implantó el rey Jorge II de Inglaterra el día de la interpretación en el Covent Garden londinense, el 25 de marzo de 1745, en una reacción incontenible de homenaje, dado que no podía ponerse a aplaudir en plena audición. Los acompañantes del monarca y el público hicieron como él, claro está. La tradición se ha mantenido casi exclusivamente en Inglaterra, aunque sigo pensando que algunos instantes privilegiados como este merecen ponerse rendidamente en pie, más que caer de rodillas como tantos otros. Si las personas educadas se levantan al sonar el himno del país en determinados actos públicos, inclusive en el Palau o el Liceu, no veo por qué no debería hacerse lo mismo al sonar el aun más majestuoso “Aleluya” de Handel, ese crescendo feliz de voces que repiten "King of Kings, and Lord of Lords, for ever and ever, Hallelujah, Hallelujah!”. El hecho de aplaudir al final de las interpretaciones no deja de ser otra tradición. Ponerse admiradamente en pie en plena audición puede convertirse en la mejor “standing ovation”. Son costumbres.
En honor al detalle de la verdad debo admitir que yo no me puse en pie en ese instante. Lo estuve durante todo el concierto, porque se encontraban ocupados el centenar de asientos disponibles. Nunca había experimentado tanta satisfacción por permanecer de pie durante todo un concierto de música clásica. A veces las casualidades juegan a favor y las incomodidades tienen premio. "¡Hallelujah, Hallelujah!".
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