No sé qué del calendario maya prevé que mañana día 21 se producirá el fin del mundo y este tipo de profecías suelen alborotar una parte del gallinero, ni que sea para cachondearse. En cambio yo tengo la sensación de haber vivido realmente estos últimos tiempos el fin de un mundo. Después de la Segunda Guerra Mundial (60 millones de muertos), el capitalismo y la democracia hicieron un pacto tácito de postguerra, derivado de
larguísimas luchas de los trabajadores y del resultado de aquella nueva carnicería: la paz social a cambio del Estado del bienestar como forma de cohabitar, adaptarse, producir y consumir. Les clases dominantes ofrecían empleo y prosperidad a las demás a cambio de conservar la parte del león de los beneficios. El pastel de la riqueza se repartía mejor y la asimetría social se reducía, aunque siguiese existiendo. Se trataba de eso, no solo de reconciliar a los países del Viejo Continente mediante la concertación de un desarrollo mutuo, promovido por la primera superpotencia occidental. Los acuerdos de Bretton Woods dieron pie a una nueva arquitectura financiera internacional, una nueva organización de las instituciones económicas para hacer posible la paz y el desarrollo.
larguísimas luchas de los trabajadores y del resultado de aquella nueva carnicería: la paz social a cambio del Estado del bienestar como forma de cohabitar, adaptarse, producir y consumir. Les clases dominantes ofrecían empleo y prosperidad a las demás a cambio de conservar la parte del león de los beneficios. El pastel de la riqueza se repartía mejor y la asimetría social se reducía, aunque siguiese existiendo. Se trataba de eso, no solo de reconciliar a los países del Viejo Continente mediante la concertación de un desarrollo mutuo, promovido por la primera superpotencia occidental. Los acuerdos de Bretton Woods dieron pie a una nueva arquitectura financiera internacional, una nueva organización de las instituciones económicas para hacer posible la paz y el desarrollo.
La globalización ha roto aquel pacto, ha vuelto a imponer la avaricia y la falta de escrúpulos de unos cuantos, una nueva desigualdad en el reparto de la riqueza y una nueva precariedad de los derechos colectivos, a cambio de la promesa poco creíble de ser nuevamente competitivos en un futuro dinamismo recuperado. España conoce su record histórico de parados forzosos, uno de cada cuatro ciudadanos se encuentra en riesgo de pobreza y exclusión, uno de cada tres euros de gasto previsto en los Presupuestos del Estado para 2013 está destinado a pagar los intereses de la deuda pública, recortando los pilares esenciales de la educación y la sanidad. No es cierto que no quede dinero para sufragar el Estado del bienestar, sino que el dinero ha vuelto a verse mal repartido, concentrado en aquellos que no necesitan al Estado del bienestar.
El fin del mundo que se ha producido en realidad es el de aquel pacto democrático de reequilibrio de la riqueza y los derechos, ante el estupor de los damnificados sometidos hoy al mantenimiento cosmético de la ley y a los eufemismos del lenguaje de las elites. Las oportunidades reales de los ciudadanos de participar en la deliberación de fondo y las decisiones importantes se han visto reducidas a una periódica versión electoral, como si la democracia solo fuese un instrumento para organizar elecciones y formar gobiernos. No, la democracia es una práctica participativa de reparto de derechos, aquel concepto innovador de organización social nacido en la antigua Grecia y revalorado a partir del siglo XVIII por las revoluciones industriales inglesa, holandesa, francesa y norteamericana. Sin presión social seguiremos asistiendo al fin del mundo democrático.
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