Me pesa en el estómago, como una injusticia imperdonable, haber estado una sola vez en Montevideo. Aquellos pocos días me inocularon una atracción que no ha cesado de crecer. A raíz de algún enésimo viaje a la vecina Buenos Aires, hice una incursión casi de refilón a Montevideo con el Buquebús, desde la otra orilla del estuario del Río de la Plata que comparten con armonía variable los dos países limítrofes y tan distintos. Me alojé en un hotel de la rambla montevideana, el paseo marítimo que festonea la ciudad a lo largo de doce kilómetros. Con el solo gesto de correr la cortina del balcón de la habitación, la primera visión de la bellísima bahía urbana me
convenció del engaño que mi vieja vinculación con Buenos Aires me había deparado a propósito del país vecino, al qué oía aludir invariablemente con imágenes vagas, intranscendentes, negligibles. Hablaban más de Punta del Este, como si fuese una ciudad balnearia prácticamente argentina. De Cabo Polonio nunca me dijeron ni pío.
convenció del engaño que mi vieja vinculación con Buenos Aires me había deparado a propósito del país vecino, al qué oía aludir invariablemente con imágenes vagas, intranscendentes, negligibles. Hablaban más de Punta del Este, como si fuese una ciudad balnearia prácticamente argentina. De Cabo Polonio nunca me dijeron ni pío.
Me extrañaba, porque Uruguay era en mi referencia el legendario país natal de escritores franceses como Lautréamont, Jules Laforgue y Jules Supervielle, el país de autores contemporáneos de la talla de Juana Ibarbourou, Felisberto Hernández, Juan Carlos Onetti, Mario Benedetti, Idea Vilariño, Hermenegildo Sábat o Eduardo Galeano, el país de artistas como Joaquim Torres Garcia y Rafael Barradas, el país de exilio de Margarita Xirgu y de los catalanes que erigieron el primer monumento al presidente Lluís Companys, el país de músicos que yo amaba como Alfredo Zitarrosa, Rubén Rada, Lágrima Ríos, Hugo Fattoruso, Laura Canoura o Jaime Roos (y de Quintín Cabrera, Jorge Drexler, José Reinoso, Alejandro Luzardo), el país de la murga y el candombe como ningún otro.
En 1977 había entrevistado a Eduardo Galeano en su exilio barcelonés para la revista Destino y tuve la satisfacción de ver reproducida la entrevista en el semanario Marka, sucedáneo peruano del mítico semanario uruguayo Marcha, suspendido desde 1974 por la dictadura. Pero no había estado nunca en Uruguay. Al llegar, tras correr la cortina de la habitación del hotel, me eché a la calle con una parte de avidez y otra de desconcierto. Entre la cantidad de descubrimientos incipientes, topé al azar con la librería Linardi y Risso de la calle Juan Carlos Gómez, en la ciudad vieja, a pocos pasos de la céntrica plaza Matriz y la catedral. Ante mis ojos ávidos y desconcertados el establecimiento representó la prueba definitiva de lo que hasta entonces intuía tan vagamente. Es una de las librerías más hermosas que haya visto jamás, sin necesidad de colosalismos.
Entre demás pequeños tesoros, pude adquirir el libro Aníbal Troilo, perfil y discografía, de Arturo Dorner Linne, que me resultaba ilocalizable en Buenos Aires pese a prolongadas indagaciones, tal vez por haber sido editado en la vecina Montevideo. Fue mi íntimo trofeo del viaje realizado casi de refilón, conjuntamente con la foto de cara que figura en la solapa de mis últimos libros y en la cabecera de mi página Facebook, tomada en aquellos días montevideanos durante los que verifiqué algo tan sencillo y tan cierto: “Como Uruguay no hay”.
Llego desde el blog de M. Ortiz. Soy Montevideana. En realidad llegué a este post por las cartas de Josep Pla, que recomienda Ortiz, y ví que mencionabas en un post anterior a mi Montevideo. Bueno, si te pegas una vuelta por estos lares, encantada de mostrarte mi ciudad y lo que necesites,si?. Un beso.
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