Tengo observado que para fumar un buen habano Partagás hay tres lugares del planeta con una higrometría ambiental privilegiada: el malecón de La Habana, la rambla del Poblenou barcelonés y la sombra de los tamarindos de Tamariu. Para más garantías, dado que el alma de los puros Partagás puede ser voluble, los compro en casa Nisso, la mejor cava de cigarros del hemisferio norte, que es el Estanc del Mercat, en Palafrugell, bajo el amable y avisado consejo de Joan López o de su hija Lina. Acto seguido me dirijo a Tamariu. Los tamarindos del paseo marítimo de Tamariu son unos arbolitos enclenques, aparentemente insignificantes, de una envergadura negligible al primer vistazo, como esqueletos roídos por el salobre. Sin
embargo a finales de primavera sus ramas se permiten una subida de flujo sanguíneo, florecen y alcanzan a formar una copa capaz de ofrecer sombra amable y ventilada en algunos bancos del paseo.
embargo a finales de primavera sus ramas se permiten una subida de flujo sanguíneo, florecen y alcanzan a formar una copa capaz de ofrecer sombra amable y ventilada en algunos bancos del paseo.
Esos bancos son mi paraíso terrenal para fumar un habano Partagás a la orilla del mar, después de almorzar o cenar el pescado del día en casa Adela. Esun paraíso terrenal desmarcado de los lujos de talonario, que a mi me refractan. Haber logrado que un espacio público alcance el carácter de humilde paraíso terrenal posee un mérito en que tengo depositada mi complacencia desde muchos años atrás, pese a los altibajos registrados por el lugar y por mi mismo. Tamariu es el ombligo de mi pequeño mundo ampurdanés, un lugar en que puedo sentirme feliz sin más necesidad que un bañador, o a veces ni siquiera esa. Practico aquí mis rituales, los de verano y los de invierno. Ambos pasan de entrada por la mesa de casa Adela y requieren un bagaje reducido: los lentes de sol, la petaca de habanos y la libreta de apuntes.
Después de almorzar o cenar salgo al recoleto paseo marítimo, me siento en un banco y enciendo el habano para contemplar el espectáculo del mar tras de las ambradas volutas aromáticas del último tabaco elaborado a mano, el último canuto suavemente alucinógeno todavía legal. En invierno, los bancos dispuestos bajo los tamarindos de Tamariu dejan triunfar un sol acariciante, cálido, amistoso. En verano brindan una sombra aireada. Durante la horita que dura mi trato carnal con el cigarro Partagás, veo pasar y saludo a algunos amigos y conocidos, generalmente los mismos. Suelen fijarse en mi habano y mi bolígrafo en acción, aunque ya no creo que les extrañe. Ellos y yo formamos parte del pequeño paisaje.
A veces mi cigarro se encuentra en un estadio inicial que puede parecer ostentoso, pero si los amigos y conocidos vuelven a pasar al cabo de un rato lo verán transformado en colilla que sigo aspirando con el mismo amor o tal vez más, ante la inminencia del final de la relación sentimental. Los amigos y conocidos pasan y me gusta que nos saludemos, sin embargo el interlocutor estable es el mar de enfrente y el anfiteatro de la cala, que no saludan ni hablan, pero se expresan.
En verano, cuando mi Partagás se extingue sin remedio, me acerco lentamente hasta el agua cóncava de la cala y me zambullo en un intercambio de fluidas caricias que procura una sensación placentaria. Después voy a dormir el almuerzo o la cena. Entre los efluvios fluorados del dentífrico, sueño los sueños que he vivido al pie de los tamarindos de Tamariu. El día en que pueda dedicar más tiempo a un puro Lusitània de Partagás de 16,50 euros de casa Nisso en vez de un Super Partagás de 5 euros, probablemente aparecerá la sirena y empezaré a escribir su historia, al pie de los tamarindos de Tamariu.
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