Los domingos en Roma tengo mis costumbres, asentadas desde muchos años atrás. Acudo a la misa primera de la abadía de San Anselmo. Subo tranquilamente la colina del Aventino antes de las nueve. Pongo la mano en la Bocca della Verità, que se halla en el atrio de Santa Maria in Cosmedin, antes de que se formen colas. Paso por el Roseto, el parque del rosedal de la capital italiana. Este primer tramo del paseo es un placer de dioses ofrecido como aperitivo matinal, verdadero desayuno de tenedor y servilleta. La misa dominical de San Anselmo sigue siendo cantada por los monjes en gregoriano, un auténtico concierto en vivo. La liturgia supera mi grado de adhesión, la música lo culmina por sí sola. Me gusta seguir discretamente
el oficio desde los bancos posteriores de la nave. Ahora los monjes se han modernizado y a menudo invitan a los escasos asistentes a unirse a ellos en el transepto, cerca del altar, con una gentileza que perjudica la acústica y comodidad de un espectador como yo.
A la salida coloco el ojo en la cerradura del portalón del priorato de los Caballeros de Malta, que como es sabido ofrece la visión más sugerente de la cúpula de San Pedro y la panorámica aérea de la Ciudad Eterna. Vuelvo a recorrer sin prisa el Aventino, ahora en dirección a la tierra baja. Me entretengo recorriendo a pie el Lungotevere, el muelle arbolado del río Tiber, hasta la Plaza de San Pedro.
Jugueteo un rato con los efectos ópticos de la triple columnata de Bernini sobre la explanada, a la espera de que a las doce en punto aparezca en una ventana alejada la figura microscópica, casi imperceptible a simple vista, del Papa de turno –quiero decir el Papa que haya en ese momento-- y con la voz amplificada por una sonorización de concierto de rock multitudinario ahuyente de golpe a todas las palomas de la plaza y concentre la mirada de los presentes en el puntito tonante.
Al final de la alocución, bendice a los congregados, que le aplauden. Indica la hora de ir a comer. Los domingos al mediodía suelo hacerlo en la trattoria Da Luigi, de la Piazza Sforza Cesarini, por su plato de Penne alla vodka, si hace buen tiempo en la terraza y si no en el interior. Son una receta della nonna, de la abuela, que permanece incólume. Después de tantos años me atreví a preguntar el truco, el toque inconfundible que le ponen. Se trata de la manera de colar el jamón dulce trinchado y combinarlo con el vodka y la destreza italiana de la panna, que no es exactamente nata ni menos aun crema de leche.
Para hacer la digestión, el programa del domingo por la tarde en Roma resulta más ecléctico. Últimamente me acojo a la hospitalidad de la céntrica librería Feltrinelli de la plaza Largo Argentina, que tiene el acierto de estar abierta los domingos de 10h a 21h. La cadena de librerías Feltrinelli son una institución italiana muy extendida, a la que cabe desear largos años de vida.
Esta de la plaza Largo Argentina es particularmente extensa y dispone de cafetería en la planta superior. La abundancia de la oferta marea un poco, pero le tengo tomadas las medidas y me concentro en la tranquila sección de libros de cocina del sótano. La consolidada industria editorial italiana –y los índices de lectura del país— me deparan a cada viaje mil pequeñas e ingeniosas sorpresas de precio moderado. Los tratados más enciclopédicos ya los doy por comprados y veo como duermen el sueño de los justos en los estantes de casa. Ahora me gustan más los pequeños libros monográficos sobre especialidades concretas, locales, minoritarias y enternecedoras
(precisamente este mismo domingo se clausuraba la Feria del Libro de
Frankfurt, que ha concedido por primera vez el premio al mejor libro de
cocina de los últimos veinte años al peruano Gastón Acurio por 500 años de fusión, en el que reivindica la tradición culinaria local).
Desde las mesitas de la cafetería se ve en escorzo la plaza entrecruzada por el movimiento que pone el comienzo de línea de tranvía del Trastevere y múltiples líneas de autobuses urbanos. El nombre de Largo Argentina no tiene nada que ver con el país austral, sino con la ya desaparecida Torre Argentina que mandó levantar un prelado procedente de la ciudad de Argentoratum (hoy Estraburgo).
Desde las mesitas de la cafetería se ve en escorzo la plaza entrecruzada por el movimiento que pone el comienzo de línea de tranvía del Trastevere y múltiples líneas de autobuses urbanos. El nombre de Largo Argentina no tiene nada que ver con el país austral, sino con la ya desaparecida Torre Argentina que mandó levantar un prelado procedente de la ciudad de Argentoratum (hoy Estraburgo).
También es conocida por las ruinas romanas a cielo abierto del Teatro de Pompeyo, donde los senadores celebraban las sesiones. En una de sus conspiraciones, el año 44 aC asesinaron aquí a puñaladas al emperador Julio César. Las ruinas, excavadas a partir del 1927, se hallan en la actualidad bastante dejadas de la mano de los césares y acogen una cantidad proverbial de gatos.
A través de la vidriera de la cafetería observo el espectáculo del teatro de la vida, agarrada por instantes sin duda aleatorios pero simbólicos y expectantes, abiertos a les pequeñas sorpresas del comportamiento espontáneo de la gente, en un escenario histórico tan actual. En el mismo punto donde asesinaron a Julio César –excavado a cielo abierto— hormiguean los romanos de hoy para tomar el tranvía o el autobús, como en la Zona Cero del imperio.
Cuando comienza a insinuarse el crepúsculo, subo con la bolsa de libros hasta el palco urbano de los jardines del Pincio. Sorteo discretamente las parejas que se cortejan y saludo el tramonto, la puesta de sol más bonita del mundo sobre los tejados y cúpulas de la ciudad, el momento grandioso del espectáculo sin taquilla del cielo, la luz muriente y al mismo tiempo triunfal del atardecer encendido, de un palpitante color de calabaza. “Par tibi Roma, nihil cum sis prope tota ruina”. Nada como tu, Roma, aunque no seas más que ruinas. A mi me conmueve.
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