No soy el único, pero figuro entre los más veteranos de quienes vamos a Roma para satisfacer un deseo casi secreto e irrenunciable: tomar café en el bar Sant’Eustachio. A este establecimiento anodino al primer vistazo, reducidísimo y sin ninguna comodidad especial, acudimos amantes del mundo entero para revivir, generalmente de pie, el placer del mejor café que se conoce, imbatido hasta hoy. Como todos los placeres culminantes, no tiene mucha explicación racional. Se trata de mimar el proceso de selección, tostado y elaboración de la infusión con la habilidad de cada artesano, y ponerle la ilusión necesaria. En el centro histórico de Roma, por las callejuelas que discurren laberínticas del Panteón a Piazza Navona, al
bar Sant’Eustachio se llega casi por la pituitaria, por el aroma que emana la casa al tostar y moler los granos que servirá al cliente.
bar Sant’Eustachio se llega casi por la pituitaria, por el aroma que emana la casa al tostar y moler los granos que servirá al cliente.
Abrió en 1938, el mosaico del pavimento y la decoración son de origen. Desde 1999 lo regentan los hermanos Raimondo y Roberto Ricci. Dispone en el portal de seis mesitas, aunque generalmente los adeptos nos hemos acostumbrado tomar café de pie, dentro o fuera de la cancela. La máquina torrefactora se encuentra situada a la vista del público, al fondo del local. Cada día tuesta por separado cafés procedentes de República Dominicana, Guatemala, Etiopia y Brasil. A continuación procede a la miscela, la mezcla secreta de la casa.
Con el paso de los años me he confeccionado una explicación sobre la primacía que mantiene el diminuto establecimiento. No proviene solo de su café. Deriva de la capa de espuma que es capaz de hacerle destilar a cada taza, una mucosa suavísima y al mismo tiempo rotunda, de una textura, un sabor y un color inigualables. El café del bar San’Eustachio tal vez se pueda igualar, su espuma no.
Mantiene una rivalidad legendaria con el café del bar La Tazza d’Oro, junto al Panteón, en un cuerpo a cuerpo muy estrecho y discutido. Ayer el espresso valía 1,20 € en Sant’Euscahio y 0,90 € a La Tazza d’Oro. La diferencia debe ser precisamente por la capa de espuma inigualable del primero.
El otro argumento que explica el prodigio del café del bar Sant’Eustachio es el hecho de hallarse justo debajo del zigurat, el campanario helicoidal de la capilla de Sant’Ivo alla Sapienza, obra maestra del arquitecto barroco Francesco Borromini. El influjo de esa belleza mejora sin lugar a dudas el café que se elabora a sus pies.
Mi explicación particular todavía suma una virtud que no necesita ser un argumento. El bar Sant’Eustachio sirve café en sus variantes fundamentales: espresso (corto), ristretto (cortísimo), corretto (con gotas de licor), macchiato (cortado) y capuccino (con la capucha de espuma láctea y, quizá, un pensamiento de chocolate en polvo). Permanece inmune a sofisticaciones decorativas de confitería, para las que se puede acudir a otros bares del mismo barrio, repletos de turistas.
Algunos placeres culminantes ganan con el punto justo de incomodidad, de fidelidad a las condiciones materiales de la realidad, de renuncia a las falacias disfrazadas de progreso moderno. Al bar Sant’Eustachio le mantengo mi devoción desde mucho tiempo atrás, casi desde la época en que los romanos mamaban de la loba y yo me compraba las camisas y las corbatas en esta ciudad con una ilusión lejana, pero presente.
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