Ayer fuimos a comer los callos de Ca l’Isidre para celebrar que no celebrábamos más que el encuentro y la fidelidad a ese plato excepcional, inamovible en nuestros corazones y en la carta de uno de los restaurantes más cotizados de Barcelona. Eso sí, solo deberían pedirlo quienes tengan los sentimientos en estado de vibrar y el velo del paladar capaz de estremecerse con gustos intensos y cálidos, educados sin prejudicios en la libertad de espíritu. La intensidad no está reñida con la suavidad y la ternura. Fundado en 1970 en la calle de las Flors por Isidre Gironés y su mujer Montserrat Salvó (ahora con Núria Gironés al frente de la cocina), Ca l’Isidre es hoy un establecimiento del más alto prestigio por el criterio filosófico de una carta que mantiene con orgullo y máximo resultado algunos platos tradicionales expulsados por ignorancia de muchos restaurantes de lujo, por ejemplo los inmortales callos de la casa, actualmente ofrecidos por 18,34 €. En mi recetario publicado en 1998 Menuts i altres delícies porques argumenté que el gran
mérito de estos platos es despertar pasiones encendidas contrapuestas, el placer más voluptuoso o bien la sensación exactamente antagónica, la delicia culminante para unos o bien la repulsión sin paliativos a otros. Yo formo parte de quienes experimentamos éxtasis concupiscentes gracias a los despojos.
mérito de estos platos es despertar pasiones encendidas contrapuestas, el placer más voluptuoso o bien la sensación exactamente antagónica, la delicia culminante para unos o bien la repulsión sin paliativos a otros. Yo formo parte de quienes experimentamos éxtasis concupiscentes gracias a los despojos.
Las vísceras, glándulas, entrañas, órganos, médulas y extremidades constituyen una de las más altas exquisiteces desde el alba de la civilización, pese a no considerarse partes “nobles”. En compensación, van más baratas.
La tripa mantiene en la actualidad platos de bandera como el capipota, la pota y tripa o los callos, así como los tacons mallorquines, el menudo andaluz, la tripotxa vasca, el mondongo argentino, la tripa francesa a la moda de Caen o la italiana a la Florentina, sin hablar del intestino trenzado o trunyella a la brasa, los zarajos castellanos o los inolvidables chinchulines trenzados del asado de achuras, que extraño más cada día que pasa.
Las recetas de capipota o callos admiten numerosas variantes: con toque de chorizo, de azafrán, de picada de almendra, con garbanzos, con recortes de pie, morro o lengua. Según la Asociación Nacional de Empresarios de Casquería y Productos de la Carne, los callos son el producto más consumido de la panoplia y Catalunya ostenta el liderazgo, con un 26 % del total. Yo sigo en casa la receta del capipota de Paquita y Lolita Rexac, del restaurante Hispania de Arenys de Mar, insuperada.
En la calle Llibreteria, que une la plaza de Jaume I con la de Sant Jaume por la parte superior (quiero decir la calle del Museo de Historia de Barcelona) hay tiendas y tienditas de toda clase, en un equilibrio inestable entre los establecimientos de toda la vida y los orientados hacia el turismo. El más improbable y sorprendente es el bar Brusi del nro. 23, una taberna que sobrevive sin retoques, incólume, eterna, con las mesas de fórmica y los tubos de neón de luz macilenta.
La mestressa Montserrat Sabadell cocina cada día uno de los más esplendorosos peroles de pota y tripa de la ciudad, servido por el módico precio de 4,20 € la ración sin rebajar ni un ápice el rigor científico, con toque secreto de hierba aromática incluido. El perol de callos a la catalana del bar Brusi es una de las joyas eminentes del centro histórico de Barcelona.
Una vez honrados ayer los callos, ahora nos toca acudir a cumplimentar el plato de despojos que propone en su carta el restaurante Via Veneto barcelonés: “Mar y montaña de riñones, pies y mollejas de cordero de leche y cigalas”. Para que no se diga que no nos aventuramos de vez en cuando. El hombre es el único animal que cocina y tengo la impresión que se trata de un plato capaz de hacernos mejores personas.
Vivir sin ilusiones terrenales, sin aplicarle la viceversa a la vida ni pagar prenda a sus meandros, equivaldría a subsistir como un becario sumiso, un robot ignorante del hecho que la felicidad consiste en compartir y la sabiduría en distinguir lo esencial de lo prescindible. Prefiero alzarme, al menos algunos días, contra el orden dominante, contra el orden de los demonios canónicos, quizá contra todo orden.
Admito con cortesía otras eventuales hipótesis para escalar la montaña “de miei bollenti spiriti”, pasar la maroma de envejecer con naturalidad, ofrecer toda la resistencia posible al dolor en crudo, anguilear e ir tirando hasta alcanzar a captar una parte infinitesimal de la belleza, la armonía, la turgencia y la dulzura de algunas cosas, la emoción del sabor suspendida como una gota de ámbar de un instante estremecido, enfrentada a los rebrotes demasiado ideales y genéricos, tendencialmente inanes y generalizables, de mera satisfacción mental, puras ilusiones del espíritu desligadas del fango de la realidad imperfecta, de la válvula mitral que vitaliza la tripa de la realidad, la monótona, fabulosa y alternada realidad, hecha de una constitución íntima y una obertura de compás que no alcanzan ni a sospechar los falsos predicadores.
Un plato de callos de Ca l’Isidre es un pequeño prodigio que ayuda a comprender la vida, igual como aquel instante en que, dentro del predominio nublado, se produce un ojo de cielo claro y nos sentimos felices, como ocurrió ayer.
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