En la carretera de curvas que baja de Begur a la playa de Aiguablava los coches suelen circular raudos, empeñados en llegar cuanto antes a su destino, sin un minuto que perder, pegados al trasero del vehículo que les precede si este se atreve a reducir la velocidad para saborear el paisaje, que aquí es detallista como una ceremonia japonesa del té. Yo soy de los que en este punto aminoro la marcha del coche y provoco la impaciencia del conductor que tenga la mala suerte de seguirme, hasta que me apiado y me hago a un lado para detenerme, dejarlo adelantar y, aprovechando la ocasión, estirar las piernas entre rincones generalmente menospreciados, ignorados, invisibles para todos aquellos que tienen prisa. Uno de los rincones insólitos
en que me gusta embobarme son los campos de algarrobos que sobreviven de modo inexplicable junto a esta carretera, antes de que las parcelas que ocupan se conviertan en otra urbanización de apartamentos, como el resto del valle.
en que me gusta embobarme son los campos de algarrobos que sobreviven de modo inexplicable junto a esta carretera, antes de que las parcelas que ocupan se conviertan en otra urbanización de apartamentos, como el resto del valle.
Me agrada pasear entre los algarrobos supervivientes de Aiguablava, delgaduchos, abandonados, como si lo hiciese en un campo de ruinas ilustres de la arqueología académica. Los rodeo y contemplo con la misma admiración como lo haría en Empúries o en Pompeya.
Observo la diversidad de matices que ofrecen según la temperatura cambiante de los colores, el cariz y la claridad del día. Compruebo que despojado no significa reseco, hay desnudeces muy carnosas. Sobrio no equivale a desaborío, puede significar el arte culminante de decirlo casi todo con casi nada. La armonía siempre convive con la discordancia, se define por contraste con su opuesto. Importante significa lo que aporta algo al interior de otra cosa, como los algarrobos de Aiguablava.
La mayoría de conductores y veraneantes no deben saber ni distinguir un algarrobo, menos aun atribuirle ninguna utilidad. Sin embargo, antes del turismo todo este prodigioso valle se hallaba tapizado de viñas, olivos, almendros y algarrobos, los cultivos del secano de subsistencia.
“Es un sistema de tierras pobres, pero que ha permitido sobrevivir a una numerosa población menuda que ha cultivado la viña, el olivo, el algarrobo, el almendro, algunos huertos magros y poca cosa más, poniéndole por único abono dosis formidables de tenacidad y esperanza”, escribe Eduard Puig Vayreda en el libro L’Empordà i el seu vi.
En Begur se pasó mucha hambre, sobre todo tres el incendio de 1919 que significó la muerte de la fábrica corchera Forgas, la emigración de la mitad del censo municipal y la reorientación de quienes se quedaron hacia las actividades complementarias como la pesca y los pequeños cultivos, antes de la irrupción del turismo. Las algarrobas servían para alimentar a los animales de tiro (los vehículos de la época) y, en momentos de penuria, también a los humanos.
Ahora los algarrobos sobreviven incrédulos, pero derechos, a la espera de ceder el lugar a más apartamentos de temporada. Sirven para que algunos últimos paseantes los recorramos en solitario, conscientes del significado del tiempo que simbolizan, remirándolos con el sentimiento de la vista y un sentido del honor, con piedad impregnada de comprensión, con la perspicacia devaluada de la naturalidad, el olfato amplio y hondo de la pulsación que quizás busque la esencia de las cosas pero se siente feliz con su superficie afortunada, con el simple hecho de verlos vivos y sentirse vivo.
El secreto radica en el conocimiento del sentido argumental de lo que se mira y, seguramente, también en el amor.
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