Anteayer miércoles fui a La Scala de Milán a escuchar y ver a Plácido Domingo en la ópera I due Foscari, de Verdi, que un año atrás interpretó en el Liceu en versión concierto. Compré las entradas de La Scala por Internet, se lo propuse a un amigo predispuesto y fuimos. Hubiera deseado localidades del mítico loggione, el último piso de los entendidos, pero son las que primero se agotan. De todos los ingredientes de la velada, una de mis expectativas era el público, la evolución de su comportamiento en el teatro más acreditado del mundo. La Scala mantiene un frasco de las esencias en el loggione. Los tifosi de los pisos altos han coronado o bien reventado muchas celebridades. El grado de exigencia, el veredicto del loggione sienta
cátedra, visto como conciencia crítica frente a las maniobras mediáticas.
El tenor Plácido Domingo, a sus 75 años, se ha refugiado en papeles más accesibles de barítono para mantenerse en activo. Su voz, de una belleza incomparable como la de un milagro, acusa inevitablemente el paso del tiempo. Me intrigaba presenciar el juicio de La Scala.
En este teatro tienen el honor de haber sido abucheados en alguna ocasión mitos como Renata Tebaldi en el aria “Sempre libera” del final del primer acto de La Traviata el año 1951, Mirella Freni en la misma aria (el terrible “Gioir!”) en 1964, Renata Scotto en I Vespri Siciliani en 1970, Katia Ricciarelli en la Suor Angelica de 1973 y la Luisa Miller de 1989, Carlos Kleiber en su Otello de 1976, Carlo Bergonzi en el Radamés de Aida el mismo año, Montserrat Caballé en la Anna Bolena de 1982, Luciano Pavarotti en la Lucia de Lammermoor de 1983 y el Don Carlo de 1992, Shirley Verret en la Carmen de 1984, Roberto Alagna en la Aida de 2006, Cecilia Bartoli en un recital lírico en 2012... Algunos se lo tomaron con deportividad, otros como el fogoso Roberto Alagna no han querido volver más.
A mi me enseñaron que la ópera es un arte pasional y que es bueno que el público se pronuncie, se manifieste, opine mediante ovaciones o bien con abucheos. Aprendí a amar la ópera en el quinto piso del Liceu, junto a los pescaderos y las verduleras del mercado de la Boquería, y esto no es ninguna metáfora.
Más adelante bajé de algún piso, pero el ambiente del público seguía siendo vivo, a favor o en contra de lo que ofrecía el escenario. Lo reviví en Italia, la cuna, el epicentro, del público popular de profesa a la ópera un amor natural, desenvuelto, incluso sabiamente irreverente, lejos del puritanismo apergaminado de las elites.
Al Liceu y a la veintena de teatros italianos con temporada estable de ópera se acudía y en alguna medida se acude aun a disfrutar, si es preciso ruidosamente. Me enseñaron que eso era bueno, necesario, prenda de estima y conocimientos.
La función de anteayer en La Scala y la actuación de Plácido Domingo merecieron un veredicto muy mitigado. Apenas le aplaudieron, por única vez y de forma poco mayoritaria, el aria del tercer acto “Questa è dunque l’iniqua mercede” (la misma que le aplaudieron en el Liceu, todo está inventado).
La ovación al momento de las salutaciones finales fue más a la figura y su carrera que a la actuación de aquel día. Creí percibir, en definitiva, que últimamente las apoteosis van más escasas.
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