La editorial Elba acaba de reeditar el libelo Contra los franceses, aparecido en 1980 de forma anónima y ahora con el nombre y apellidos de Manuel Arroyo Stephens, filólogo, novelista, fundador en 1970 de la librería madrileña Turner y la editorial del mismo nombre. El subtítulo precisa: “O sobre la nefasta influencia que la cultura francesa ha ejercido en los países que le son vecinos, y especialmente en España”. De este modo el género del libelo le permite desahogarse a gusto, sin necesidad de mayores demostraciones: “El último tercio del siglo XVII contempla con horror –escribe Arroyo— el ascenso de Francia a primera potencia europea. Era en literatura la época de Milton y Calderón; en arte el siglo de
Bernini, Velázquez, Rembrandt, Rubens. Sin embargo, a finales de aquel siglo París fue desplazando a Roma del epicentro del arte europeo. Nadie que poseyera un conocimiento elemental de la historia o una pizca de sensibilidad puede sostener hoy que los franceses aportaran en aquella época nada verdaderamente valioso o innovador a la cultura europea. Fue más bien la determinación político-cultural del trío formado por Luis XIV, su ministro Colbert y el pintor Lebrun quienes convirtieron a Francia en dictadora del arte europeo, para desgracia de este”.
Bernini, Velázquez, Rembrandt, Rubens. Sin embargo, a finales de aquel siglo París fue desplazando a Roma del epicentro del arte europeo. Nadie que poseyera un conocimiento elemental de la historia o una pizca de sensibilidad puede sostener hoy que los franceses aportaran en aquella época nada verdaderamente valioso o innovador a la cultura europea. Fue más bien la determinación político-cultural del trío formado por Luis XIV, su ministro Colbert y el pintor Lebrun quienes convirtieron a Francia en dictadora del arte europeo, para desgracia de este”.
El género del libelo, del panfleto para denigrar hechos o personajes, gozó de gran popularidad durante siglos, hasta que las polémicas dejaron de ser tan anónimas y el espíritu ilustrado empezó a argumentarlas algo más. El filósofo francés Pierre Bayle ya asentó el siglo XVII en la Dissertation sur les libelles diffamatoires la diferencia en comparación con la sátira y la crítica.
Leí con interés Contra los franceses desde su primera edición anónima, aunque el interés se me fue evaporando a medida que pasaba las páginas. Debo ser un poco afrancesado. Los prejuicios, igual que la energía, no se crean ni se destruyen. Tan solo se transforman.
En mi casa, de niño, escuché decir a mis padres: “Si el tamborero del Bruc se hubiese tocado otra cosa en lugar del tambor, ahora seríamos franceses”. La intención de aquellas palabras no dejaba lugar a dudas, lo decían con un claro sentido de oportunidad malgastada. No eran afrancesados por ningún tipo de destilación ideológica, sino por simple inclinación natural. La dictadura franquista ponía de relieve que Francia era un país más avanzado, de modo que el afrancesamiento sentimental representaba una reacción espontánea.
Los catalanes somos europeos de extrarradio. El hecho de estar pegados geográficamente al continente nos ha salvado de formar parte del continente siguiente. La geografía y la historia nos han hecho hispánicos y, al mismo tiempo, vecinos de rellano de los franceses. Nuestro afrancesamiento intermitente se basa en los aspectos envidiables del vecino, sin ignorar los contradictorios o ridículos que también tiene.
Francia fue el reino más potente y poblado de Europa durante el siglo XVII del Rey Sol, cuando la monarquía española desfallecía. Inspiró la regeneración de la democracia occidental con su Revolución. También fue a comienzos del XIX, con Napoleón Bonaparte, el más vasto imperio europeo. Hoy representa la sexta potencia económica mundial (tras Estados Unidos, China, Rusia y Alemania, codo con codo con el Reino Unido). Bajar de escalafón no siempre resulta cómodo.
Sigue constituyendo a pesar de todo el segundo país más poblado de Europa occidental (66,3 millones de habitantes), solo por detrás de la Alemania reunificada (81,2 millones). París es una de las ciudades más visitadas del mundo. Se trata de un país central, dotado de una elevada renta de situación histórica y geográfica. Actúa de bisagra entre la Europa del norte y la del sur, aunque el sur francés viva como un sobrevenido que pesa poco en la cultura hegemónica de París.
Ante el actual predominio anglosajón han surgido incontables teorías sobre el déclin, el declive, la decadencia, el ocaso de Francia. El declinisme galvaniza algunas evidencias, muchos gestos de coquetería, algo de autoflagelación y algunos ataques de cuernos. Llevamos siglos hablando del “mal francés”, sobre todo desde la Revolución de 1789 y sobre todo en las países vecinos. No pasa un solo año sin que aparezca un nuevo estudio para sacudir las columnas del templo de la grandeur. Desde el libro Le Mal français del ministro Alain Peyreffite en 1976 —por no remontar más atrás— la lista es larga y densa. Representa asimismo un indicio de materia viva.
La cantinela del déclin ha servido para que los neoliberales devotos del “french bashing” --la denigración de Francia-- intenten abatir la fortaleza del sector público francés con acusaciones de burocracia administrativa, corporativismo anquilosado y nacionalismo arcaico. La tradición moderna francesa cree en el Estado, el neoliberalismo no.
Francia es el vecino inmediato de Catalunya y suprimer mercado exterior, con diferencia sobre el siguiente. Una parte del territorio catalán se encuentra en Francia desde el Tratado de los Pirineos de 1659. Las rayas divisorias suelen polarizar la propaganda de ambos lados como un palo de gallinero. Las fronteras sirven para marcar diferencias basadas en hechos o bien en estereotipos. Las relaciones entre vecinos se ven marcadas con frecuencia por el recelo o la displicencia. A veces comportan intercambios provechosos, junto a los conflictos. Vecino no siempre es sinónimo de enemigo natural.
Francia siempre ha tenido inclinación al exceso de autorepresentación. Néstor Luján, tras ambientar en París su novela El collar de María Antonieta, advertía en el prólogo: “La primera y más notoria peculiaridad de la historiografía francesa es la magnificación de los hechos, por insignificantes que sean. Es una de las gracias de la Francia de siempre. La segunda es la enorme capacidad para creer a ojos cerrados, con una credulidad superior a la de cualquier otro pueblo occidental, la manipulación de los hechos del presente y el pasado. El periodismo, la literatura y la historia han tenido en Francia una enorme habilidad para amasar y modelar semimentiras. Con el absoluto convencimiento de que son luminosas verdades”.
Josep Pla mostraba una actitud más cándida ante el pulmón que representó para él Francia desde la primera juventud. Sus Petits assaigs sobre França son un galimatías escrito a chorro, sin orden ni concierto, con contradicciones continuas entre un párrafo y el siguiente, aunque incrustados de fragmentos de perspicaz genialidad. No reparaba en mientes a la hora de acuñar opiniones y sentencias, las adaptaba a las conveniencias del argumento intuitivo o prejuicioso que deseaba subrayar y creía poseer la llave de la interpretación esencial: el protagonismo de los campesinos y los efectos civilizatorios del acceso a la propiedad privada.
Lo hacía remontar al derecho romano, a la romanización: “Hay vastísimos espacios de Francia que viven en el silencio agrario más completo. El hecho de que sobre la tierra se haya proyectado el sistema de la propiedad conlleva que el país sea individualista, que el carácter original de la civilización de Francia sea el hombre, el individuo. Alemania, Inglaterra son, por el contrario, países de masas, de multitudes”.
Su percepción era producto directo de la III República que vio actuar, tan influida por el enfrentamiento entre el activismo derechista de la Action Française de Charles Maurras y Léon Daudet ante los progresos electorales de la izquierda de Jaurès, Gambetta y Clemenceau. En un terreno menos admirativo que el de Pla, el libelo antifrancés ha tenido en España una larga tradición de trazo gordo. Floreció en ambas direcciones, al ritmo de las fricciones entre los dos reinos vecinos y sus interees en el damero europeo de cada época.
Entre múltiples ejemplos, generalmente de escasa trascendencia, tal vez destaque el publicado en 1617 en edición bilingüe en París bajo el título La oposición y conjunción de los dos grandes luminares de la tierra o La antipatía de franceses y españoles, atribuido a un casi desconocido Carlos García. Destaca por ser un libelo a favor del entendimiento entre ambas coronas (“los dos grandes luminares de la tierra”), escrito para halagar a la reina regente de Francia, Maria de Médicis, cuando decidió el acercamiento a la corona española mediante una doble boda: de su hijo y futuro rey Luis XIII con la infanta española Ana de Austria y de su hija Isabel de Francia con el infante español y futuro rey Felipe IV. La polémica llamada de los “mariages espagnols” se vio alimentada en Francia por quienes defendían otros intereses distintos del acercamiento a España y se tradujo en panfletos de sátira caricaturesca, como los del siglo anterior a raíz de la campaña militar española en los Países Bajos.
Tras la frustrada invasión napoleónica, el retorno del absolutismo y la consolidación del atraso ibérico, España se convirtió a ojos de los franceses en una tierra exótica y, desde luego, inferior. “Parece que iré a España, es decir, a África” escribió Stendhal sin contemplaciones en su correspondencia. Para los espíritus parisinos África empezó durante mucho tiempo justo por debajo de la ciudad de Lyon.
Víctor Hugo confirmaba en 1829 en el prólogo de Les Orientales: “Los colores orientales han venido casi por sí solos a impregnar todos los pensamientos, los sueños. Y los pensamientos, los sueños, se han encontrado de repente, casi sin pretenderlo, como si fuesen hebraicos, turcos, griegos, persas, árabes, incluso españoles, porque España aun es Oriente. España es medio africana, África es medio asiática”.
Poco después Téophile Gautier publicó su Voyage en Espagne, llevado a cabo en 1840 para cubrir como periodista la primera guerra carlista. En 1845 Prosper Mérimée editó la novela Carmen, convertida en ópera de éxito por el compositor Georges Bizet para rematar la visión castiza, la construcción de una imagen de España en Francia, que entonces era el principal centro de irradiación cultural del mundo. La boda en 1853 en París de la noble dama granadina Eugenia de Montijo con el futuro emperador Napoleón III añadió un poco más de colorete todavía a la opereta española en Francia.
El libelo Contra los franceses, recién reeditado, es el rebrote tardío de un género primitivo.
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