La colección de libros de la Fundación Banco de Santander acaba de editar bajo el título Darse, autobiografia y testimonios una amplia antología de textos de la escritora argentina Victoria Ocampo, que desde su muerte en 1979 se hallaban diseminados en ediciones descatalogadas. Victoria Ocampo fue siempre un mito, aunque los mitos a veces se encarnan y reaparecen. El de Victoria Ocampo coloreaba los círculos ilustrados del Viejo Continente. Era el espejo --roto-- en que a las élites europeas les complacía mirarse, con la satisfacción de creer que habían reproducido un alter ego en las antípodas, en la tierra prometida del Nuevo Mundo dormada por una próspera sociedad blanca, alfabeta, urbana y sin mestiszaje. Se
consolidó durante las fases más eufóricas de acumulación de capital, cuando Argentina era el “granero del mundo”, su oligarquía se enriquecía con la masiva exportación de carne y lana y el país acogía inmigrantes europeos al por mayor con aires de tango. Declinó después. Jorge Luis Borges fue, en la vertiente cultural, el exponente más conocido. Victoria Ocampo --su primera mecenas—fue la la musa. La conocían por "Queen Victoria"...
consolidó durante las fases más eufóricas de acumulación de capital, cuando Argentina era el “granero del mundo”, su oligarquía se enriquecía con la masiva exportación de carne y lana y el país acogía inmigrantes europeos al por mayor con aires de tango. Declinó después. Jorge Luis Borges fue, en la vertiente cultural, el exponente más conocido. Victoria Ocampo --su primera mecenas—fue la la musa. La conocían por "Queen Victoria"...
La mayor de seis hijas de una família de oligarcas latifundistas (la menor, Silvina, también era escritora, y esposa de Adolfo Bioy Casares). Se pudo dedicar en cuerpo y alma a la literatura "como un absoluto" a partir de los 24 años, tras de un breve matrimonio fracasado. En 1914 la primogènita de los Ocampo ya mantenía una relación sentimental adúltera, llevaba pantalones, conducía coche por la ciudad y escribía artículos intelectuales en el diario La Nación.
Invirtió la refinada educación a la europea en hacer amistades cultas en París y Londres, así como la fortuna heredada en subvencionar la propia obra y la de los demás, sobre todo la publicación desde 1931 de la revista Sur. Pronto se convirtió en refinada anfitriona de las eminencias internacionales que desfilaban por Buenos Aires para comprobar la veracidad del mito argentino. En 1924 el premio Nobel bengalí Rabindranath Tagore se instaló durante tres meses en una de las casas de Victoria Ocampo en Buenos Aires, atendido por los sirvientes de la familia. El poeta tenía 64 años y ella 24. El idilio, apuntan las biografías, fue intelectual.
También lo intentaron, con insistencia y sin éxito, José Ortega y Gasset y el conde filósofo Hermann von Keyserling, hasta que el año 1929 Victoria Ocampo cayó rendidamente en brazos en París de Pierre Drieu de la Rochelle, a quien invitó acto seguido a Buenos Aires. En aquella misma época el periodista y escritor noeoyorquino Waldo Frank le sugirió fundar una revista para dar a conocer la vida cultural sudamericana, tan ignorada en Europa y Estados Unidos.
La revista Sur apareció con la intención de divulgar en Europa todo lo que el Viejo Continente desconocía sobre las excelencias de su propia cultura transplantada al confín del Nuevo Mundo. Pero lo hizo justo tres meses después del golpe de Estado militar del general Uriburu, quien simbolizó el final de la época de oro argentina y dio paso a la “década infame”, que en algunos aspectos traumáticos se prolongó mucho más.
Las biografías sobre Ocampo se abstienen de incidir en la fama de devoradora de hombres (sus iniciales eran VOA), así como en otras etiquetas de las que fue objeto una mujer avanzada. A veces se vió más reconocida en las capitales europeas que en el propio país, especialmente durante la época peronista en que la fue encarcelada durante un mes.
Era necesario ser Drieu de la Rochelle para decir a Ocampo, después de una dilatada relación de pareja: "Tu es la vache la plus belle de la pampa". O René Etiemble para escribir en homenaje: "Cette très jolie femme est un très grand monsieur". O Ernesto Sábato para tildarla de "bacante enfurecida". O Henri Michaux para acudir a misa de siete con ella durante el congreso del Pen Club en Buenos Aires de 1936. O Paul Valéry para recibir por correo de la amiga Ocampo desde Buenos Aires el agradecido donativo de un par de zapatos durante la escasez francesa de la posguerra del 1945. O ser André Malraux para decirle en 1967 en París: "Le falta uno a su colección de grandes hombres", y llevarla a almorzar con De Gaulle al Palacio del Elíseo.
Era necesario ser Drieu de la Rochelle para decir a Ocampo, después de una dilatada relación de pareja: "Tu es la vache la plus belle de la pampa". O René Etiemble para escribir en homenaje: "Cette très jolie femme est un très grand monsieur". O Ernesto Sábato para tildarla de "bacante enfurecida". O Henri Michaux para acudir a misa de siete con ella durante el congreso del Pen Club en Buenos Aires de 1936. O Paul Valéry para recibir por correo de la amiga Ocampo desde Buenos Aires el agradecido donativo de un par de zapatos durante la escasez francesa de la posguerra del 1945. O ser André Malraux para decirle en 1967 en París: "Le falta uno a su colección de grandes hombres", y llevarla a almorzar con De Gaulle al Palacio del Elíseo.
El amor que la unió con Roger Caillois sirvió para que él dirigiera a partir de 1950 la colección consagrada a narradores latinoamericanos La Croix du Sud en la editorial Gallimard, iniciada con un libro de Borges, quien siempre calificó a Caillois de “mon decouvreur”. Los franceses tienen a esta colección como plataforma de lanzamiento europeo de la literatura latinoamericana del boom.
Las relaciones de la aristócrata con tales personajes y con todo tipo de organismos culturales del mundo (decían que era una UNESCO ella solita) le daban en la Argentina peronista una imagen de "extranjera”. En 1953 la puerta de su casa apareció pintada con una cruz que no presagiaba nada bueno y su residencia de Mar del Plata fue víctima de un incendio. El 15 de abril de aquel año se produjo un atentado con explosivos en la Plaza de Mayo mientras Perón arengaba a los concentrados del sindicato GCT desde el famoso balcón, con un balance de seis muertos y numerosos heridos. El general en persona incitó a las masas a “dar leña” en respuesta a los hechos.
Aquella misma noche sus seguidores pendieron fuego a una sede del Partido Socialista, otra del Partido Radical y al aristócratico Jockey Club, entre otros objetivos, sin que interviniese para nada la policía. Victoria Ocampo fue detenida en el marco de la represión desencadenada por el atentado e ingresada, a sus 63 años, en la cárcel de mujeres bonaerense del Buen Pastor. No concretaron ninguna acusación ni pudo contar con un abogado durante el mes que duró el encarcelamiento.
Pocos escritores extranjeros radicados o de paso en Buenos Aires rechazaron el peregrinaje al salón literario que mantenía los domingos por la tarde en su casa de la calle Rufino de Elizalde 2831, entre los jardines del barrio de Palermo Chico, o bien en el chalet familiar de Barrancas de San Isidro, edificado por el padre en 1890, o en la residencia de verano en la ciudad balnearia de Mar del Plata.
“Las invitaciones de Victoria, como las levas de otro tiempo, no dejaban alternativa”, escribió Bioy Casares, quien allí conoció a Borges en 1932. Uno de quienes rechazaron la invitación fue Witold Gombrowicz, el autor polaco residente durante la Segunda Guerra Mundial en la capital argentina, vivamente interesado por los jovencitos de los barrios bajos portuarios. Tocó una fibra sensible al escribir: "En las vinculaciones artísticas de la señora Ocampo, ¿qué parte correspondía a su dinero y qué parte a sus innegables calidades y dones personales? Se trata de una cuestión que no me propongo resolver. El asfixiante olor de sus millones, aquel perfume de altas finanzas que mata excesivamente el olfato, me impedía tratar de conocerla”.
Pocos otros escritores la criticaron, solo Neruda en Las uvas y el viento, Roberto Artl, José Donoso... y Josep Pla. En el primero de sus cinco viajes a Buenos Aires, en enero de 1958, Pla tuvo el privilegio de ser invitado durante cuatro días a la casa veraniega de Victoria Ocampo en Mar del Plata, por intermediación del editor y amigo común Antoni López Llausàs, radicado en la capital argentina desde la Guerra Civil y uno de los socios fundadores junto a Ocampo de la Editorial Sudamericana
Josep Pla no apreció las exquisiteces de la célebre anfitriona. Le dedicó uno de los episodios de la serie periodística “Cartas de Argentina”, publicado en el semanario barcelonés Destino el 29 de marzo de 1958 bajo el título “La argentinidad: Conversación con Victoria Ocampo”. La retrató de un modo contrahecho, mostrando una visible indiferencia ante el hecho de penetrar en aquel Bloomsbury austral y vivir unos días bajo el mismo techo que “Queen Victoria”.
En sus libros Pla no escribió sobre el encuentro con la escritora, como habría correspondido dentro de la narración “Viaje a Amèrica del Sur (1957)”, del volumen de la Obra Completa En mar. Lo hizo en cortos párrafos del dietario Notes per a Sílvia, cargando las tintas con acidez. La “crónica” de Pla sobre aquellos días es sesgada, llena de errores de detalle y burda con los hechos. Su descripción es literatura pura.
Dijo concretamente: “Durante los tres días en que estuvimos invitados (con López Llausàs) en su casa --una magnífica casa burguesa, de gusto totalmente burgués, rodeada por un jardín inglés muy grande en Mar del Plata--, tuvimos muchas horas de conversación, en el curso de las cuales la señora Victoria Ocampo no dijo apenas nada. Alta, corpulenta, voluminosa, algo gorda, con notorios michelines, de rasgos sin mucha amenidad, con un jersey y unos pantalones azules, un poco vulgar, aunque pensativa, de aspecto permanentmente enfrascado, con unas grandes gafas oscuras, de una educación perfecta pero callada, la señora adoptó un aspecto de boa dormida y fabulosamente bien alimentada. La impresión que imperaba en la casa es que la señora ‘tenía un momento de morosidad’, dentro de su displicencia habitual. Su hermana Silvia [sic, por Silvina], delgada y alta, persona deliciosa, ligeramente melancólica, escéptica, con un aire de tieta esvelta, flaca y generosa, tuvo que llevar, conformada, todo el peso de la conversación. Durante las comidas la señora Ocampo decía al criado: ‘Sirva el pollo’, o ‘Sirva los guisantes’, o ‘Pase la tarte aux pommes’. Un día dijo: ‘Tomaremos el café en la terraza’. Es la frase más larga que le escuché. De vez en cuando, Silvia daba a su hermana unas disimuladas miradas de temor, como si temiera la posibilidad de que Victoria dijese o propusiese algún disparate. O tal vez esas miradas tuvieran otro origen que no supe averiguar. Sin embargo qué hospitalidad, ¡Dios mio! ¡Qué bienestar! ¡Qué cocina y qué vinos franceses más acertados! Al despedirnos, la señora Ocampo me dijo: ’Si algún día tiran la bomba atómica sobre Europa, espero verle por aquí. Ya sabe dónde tiene unos amigos’”.
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