Hoy han llegado, finalmente, las anheladas lluvias que marcan cada septiembre el final del bochorno veraniego. Vivimos en un país de clima generalmente benigno, comparado con la pluviosidad atlántica, los helores nórdicos o los monzones asiáticos, pero el burbujeo interno de nuestro reloj climático local es incapaz de renunciar a los cambios de estación, que añoramos y celebramos cuatro veces al año. Somos un país de ropa de invierno y ropa de verano perfectamente diferenciada, un país de clima bastante estable que conmemora a pesar de todo cada equinoccio como un vuelco, un cambio de vida claro y neto. De pequeñito, en la época en que el veraneo playero se prolongaba hasta mediados de septiembre, concluía siempre con una lluvia puntual, espectacular, torrencial y absurda, acompañada por rayos y truenos
sobreactuados. El cielo llameante del verano se ennegrecía de golpe, tenebroso como en el Báltico. Soltaba la tromba de agua sobre los ríos secos, la tierra sedienta y la calor adherida a la piel.
sobreactuados. El cielo llameante del verano se ennegrecía de golpe, tenebroso como en el Báltico. Soltaba la tromba de agua sobre los ríos secos, la tierra sedienta y la calor adherida a la piel.
El mar de los recreos inocentes o vagamente arriesgados se revolvía de un día para otro contra la imagen juguetona del estío, decía basta y se crispaba con un puñetazo sobre el paisaje. Las olas cobraban de repente una ampulosidad desconocida, un humor intratable.
El temporal del equinoccio de otoño, el levante limpiatoneles, era la pirotecnia de la segunda fiesta mayor. Venía a amenizar las tardes largas y lentas de las semanas anteriores. Anunciaba el ansia del retorno a la escuela, la novedad, el cambio de ciclo.
A algunas personas les aterraba, otras lo vivíamos como el auténtico repique, la traca cordial y altisonante de aquel veraneo que no terminaba hasta que llovía teatralmente y podíamos jugar de improviso con la lluvia como lo habíamos hecho hasta entonces con las olas cortas.
A partir del primer temporal de otoño los pueblos del litoral se vaciaban, entraban en una somnolencia que duraría muchos meses. Los autóctonos que vivían ahí todo el año pensaban, como en los dos últimos versos del poema de Kavafis Esperando a los bárbaros: “¿Y de nosotros ahora qué será sin bárbaros? Esa gente algo resolvía”.
Ahora acudo a aquellas playas de mis veranos sobre todo durante su fase desértica del otoño e invierno, seguramente porque he encontrado otras formas espléndidas de jugar con el mar y aun recuerdo cómo lo hacía con la lluvia allí mismo.
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