Ayer me invitaron a comer guisantes primaverales recién cosechados. El encuentro tuvo lugar en el jardín de los anfitriones y el aire libre puso sobre la dulzura, la ternura y la fragancia de los guisantes tiernos un añadido de felicidad terrenal. Comprendo que situar en un plato de guisantes tiernos la máxima delicia pueda parecer una rebaja de la infinita variedad de gozos y deleites que ofrece la vida. No estoy nada seguro de que sea ninguna rebaja, yo votaría a favor de la preeminencia de un plato de guisantes recién cosechados por encima de muchas otras cosas. Me complació que la dueña de casa me invitara a comer pèsols, expresado en lengua catalana, cuando en realidad ella los llama habitualmente arvejas o bien
grüne erbsen, dados los orígenes geográficos del matrimonio. En esta ocasión dijo concretamente pèsols. Lo interpreté, con íntimo orgullo, como un justo reconocimiento de la capacidad de seducción de los guisantes tiernos del país y de la perspicacia de los amigos que saben elegir.
Los guisantes tiernos son un indicador infalible de la calidad de la huerta –de la calidad de vida— de cada lugar. En el Maresme los conocen por guisantes de la floreta y sostienen que deben criarse a proximidad del mar. En el País Vasco, en los huertos de Guetaria, les llaman guisantes lágrima y los restaurantes más estrellados se empeñan en hacer con ellos filigranas bizantinas.
La temporada de los guisantes es brevísima y cada día más incierta, por la degeneración de la especie y la feroz competencia de precio de los invernaderos y los congelados. Es muy probable que la mayoría de ciudadanos de hoy no distingan un guisante tierno de otro que no lo es. Yo sí, y mi penitencia me cuesta.
Mi paladar se crió a proximidad de un mercado en el que uno de los acontecimientos del año era la aparición de los “guisantes del escopetazo”, la primera cosecha que ahora denominan de “kilómetro cero”. Aquel día se convertía en una fiesta, al margen de lo que dijera el calendario. Era uno de los placeres primaverales más cumplidores.
Los guisantes se desgranaban lentamente en casa, con paciencia y colaboración (coercitiva si era preciso), como largo prolegómeno introductorio al placer esperado. Se desgranaban acariciándolos con la yema de los dedos y abriendo el estuche vegetal, la vaina, con un movimiento de uña experto.
La finura, la suavidad, la sutileza de un plato de guisantes tiernos, apenas estofados en compañía de unos ajos tiernos o bien guisados con sepia y albondiguillas, procuraba al paladar y a los sentidos en general una complacencia que difícilmente he encontrado después.
A lo largo de la sobremesa de ayer me pareció que la exquisitez de la comida habría resultado imposible sin el ingrediente del aire libre. En el jardín la primavera acababa de estallar, lucía un solecito risueño, los pájaros nos acompañaron con un canto afinado, la dueña de casa tenía todas las flores de alrededor en un estado de revista impecable y los cipreses soltaban un polen matador para los alérgicos, aunque los alérgicos somos unos supervivientes hechos a todo, siempre que haya compensaciones.
El conjunto de ingredientes materiales e inmateriales del encuentro confluyeron en una comida inmejorable. Me pareció que uno de los elementos destacados, junto a los guisantes tiernos, era el aire libre, la respiración que propicia el aire libre en determinadas circunstancias.
Siempre he defendido que la pérgola es el invento más logrado de la historia de la arquitectura. Las cosas importantes se viven y deciden debajo de una pérgola, todo lo demás son reuniones.
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