Cada día los medios de comunicación nos hablan de la actual guerra de Siria. El problema es que hablan de ella sin explicarla. La gente acaba por desinteresarse de un conflicto que no entiende, hasta parecerle lejano, endémico, casi rutinario. El martirizado Próximo Oriente mediterráneo no nos resulta nada próximo, a pesar de formar parte de la misma cuenca que nosotros, a menos de 5.000 km de distancia. La pasada semana el presidente Trump ordenó lanzar 56 mísiles Tomahawk, desde dos destructores norteamericanos con base en Rota (Cádiz) que
surcaban el Golfo Pérsico, contra la base aérea siria de Shayrat, de la que partieron los aviones que atacaron con bombas químicas la población civil de una localidad en manos de los rebeldes, igual como anteriormente el gobierno sirio bombardeó la localidad de Guta con las mismas bombas de gas sarín o la ciudad de Alepo con bombas de cloro. Los mísiles, por su lado, eran del mismo modelo que Estados Unidos usó en 1991 contra el vecino Irak, en 2011 contra Libia o en 2016 contra el Yemen, sin ningún otro resultado que prolongar la guerra en los países árabes de la zona.
Siria fue troceada por las potencias coloniales: Transjordania y Palestina pasaron bajo mandato británico y Líbano y una disminuida Siria bajo mandato francés. Alcanzó la independencia formal en 1946. Los sucesivos golpes de Estado militares, a menudo con ayuda soviética, llevaron al poder en 1970 el partido laico Baas del presidente Hafez el-Assad.
El enfrentamiento entre facciones religiosas y políticas (el clan Hassad en el poder representa el dominio de la minoría alauita chiita sobre la mayoría sunita, a la vez que su política laica topa con el islamismo creciente) condujo a partir de 2011 a la guerra civil. La pugna entre las superpotencias por la hegemonía en la región cuenta tanto o más que las causas internas.
La guerra en Siria ha costado de momento 300.000 muertos, 6 millones de desplazados internos, 5 millones de exiliados, 14 millones de sirios sin trabajo, la mitad de los niños del país sin escuela y un sistema sanitario que ha saltado hecho añicos. El apoyo militar y la tutela política de Moscú y Teherán al presidente Bachar el-Assad no han sido suficientes para que se imponga a sus enemigos.
Cualquier conflicto bélico en el Próximo Oriente se halla interrelacionado, en una región convertida en polvorín asentado sobre los ricos yacimientos de petróleo que Occidente necesita y vela. Todo el Oriente mediterráneo ha sido arrinconado, sometido, inflamado y engañado por las superpotencias. Las continuas guerras regionales se han visto alentadas por intereses exteriores de ayer o de hoy, mientras el radicalismo islámico arraiga en el terreo abonado de las humillaciones socioeconómicas.
El colonialismo ha devorado los recursos de los países árabes, les ha impedido progresar, ha inoculado la corrupción en sus elites gobernantes. En la actualidad la revuelta de las poblaciones árabes nace de la ausencia de perspectivas de crecimiento económico más que de la religión.
El goteo cotidiano de noticias sobre la guerra de Siria agarra con frecuencia el rábano por las hojas, ahoga el pez en un mar de detalles circunstanciales, con el resultado de no aclarar las causas de la cruenta inestabilidad permanente en todo el Oriente mediterráneo.
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