La llegada de la Semana Santa dicta la operación anual de labrar las playas barcelonesas con tractores, hasta medio metro de hondo para que la arena se airee y que la penetración de los rayos del sol tenga un efecto higiénico. Pese a la aparatosidad de la operación, esa limpieza apenas equivale a lavarse la cara como los gatos. El principal problema es la continua pérdida de anchura practicable de arena en las playas, hasta unos quince metros y un 28% de superficie de promedio en Barcelona. Culpar a los temporales de otoño e invierno es demasiado fácil y engañoso. La responsabilidad es de los puertos deportivos y los espigones mal
construidos en beneficio privado y perjuicio público. Esas barreras artificiales violentan las corrientes marítimas que antes reponían la arena o no la deglutían como ahora.
construidos en beneficio privado y perjuicio público. Esas barreras artificiales violentan las corrientes marítimas que antes reponían la arena o no la deglutían como ahora.
Uno de los casos más estentóreos es el espigón sobre el que han levantado el mastodóntico Hotel Vela, que impide la reposición natural de la arena a la playa barcelonesa de Sant Sebastià. La anchura de la playa es hoy en este tramo una pálida sombra de lo que fue después de los Juegos Olímpicos y antes de la inauguración del hotel.
El problema no es exclusivo de Barcelona. El rosario de puertos deportivos construidos en casi cada municipio del Maresme ha significado el quebradero de cabeza endémico de la pérdida de superficie de arena por la acción desviada de las olas, hasta amenazar la línea ferroviaria que discurre paralela al mar. El recurso sistemático y costoso al vertido de miles de metros cúbicos de arena dragada de las proximidades submarinas no ha resuelto nada.
La erosión gana cada vez contra la regeneración, hasta que no se enfrente el problema estructural y se deje de dar la culpa a los temporales. Si la causa fuesen las olas, llevaríamos siglos sin playas. La nueva panacea de los espigones sumergidos en paralelo a la costa tal vez frenarán la tendencia, aunque está por comprobar.
Según los amantes de las estadísticas, Catalunya dispone de 296,56 km de playas que ocupan el 36% de los 714 km de litoral, de los que 114 km corresponden a playas naturales y 146 km a playas consideradas urbanas. En Barcelona-ciudad hay 4,5 km lineales de playa urbana, de la de Sant Sebastià hasta el Forum. En la Barcelona metropolitana son 32 km, de Montgat a Castelldefels (42 km si contamos los puertos). Calculan que pasan anualmente por elles 9 millones de personas.
Los barceloneses jóvenes, los visitantes y los indiferentes deben pensar que en Barcelona siempre hubo mar. No es así. Cuando yo me crié en ella, el único mar era el limitado y aceitoso asomo portuario: al pie de la estatua de Colón, la escollera desnuda de los enamorados y los establecimientos de baños de la Barceloneta, en los que casi siempre era imposible bañarse en el mar por visibles y sólidas razones.
La apertura al uso público de la nueva línea de mar de Barcelona fue una conquista olímpica de 1992, ahora se cumplen veinticinco años, con un nuevo y espectacular frente marítimo urbano abierto a todos. Incluyó los distintos paseos a lo largo de las playas, convertidos en auténticos bulevares del distrito marítimo de una ciudad con mar recuperado.
Las playas barcelonesas son los parques de una ciudad que tiene muy pocos y los paseos marítimos nuestros bulevares recuperados hace poco y escamoteados ahora por el encogimiento de las playas. Labrarlas no puede limitarse a pasar el tractor.
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