13 jun 2017

Hoy hablemos del amor, como pueden hacerlo los ciegos o los visionarios

Nadie sabe a ciencia cierta qué diantre es el amor, aunque todos intuimos que sin él la vida es de un gris asfáltico muy pronunciado. Cuando en la película El nombre de la rosa el joven novicio Adso de Melk le pregunta a su maestro franciscano y antiguo inquisidor fray Guillermo de Baskerville, encarnado por Sean Connery, si la vida no sería mucho más tranquila en caso de que Dios no hubiese inventado el amor, Baskerville le contesta: “Sí… quanto tranquilla, quanto noiosa!”. Claro está, nacemos necesitados. La vida es intercambio, diálogo, suma. Sin duda nadie puede dar todo lo que le falta a otro si este no sabe hallarlo en sí mismo. Pero una parte de lo que le falta, sí. La primera persona a quien es preciso complacer es a uno mismo,
no buscar solamente a fuera.
El amor existe desde el momento en que una célula buscó completarse con otra para sobrevivir en mejores condiciones. También puede producirse la indiferencia, el rechazo, la guerra. Pero a nadie le saca provecho sentirse rechazado. A todos gusta ser amados. A quienes que no lo son, más aun. 
El amor no es siempre lineal, estable, dialogante, razonable. Existe el error. También existe el mal. A pesar de todo, amar y ser amado es seguramente la única ambición sólida, aunque haya otras cosas esenciales: el bien, la justicia, el saber, la generosidad de la amistad. 
A todos nos gusta creer en alguien que cree en nosotros y comprobar la fuerza de la ternura. A todos nos complacen los mismos placeres y nos duelen las mismas heridas. Amar significa tener ganas de compartir. Compartir es ceder una parte de la autonomía individual. No siempre se puede compartir a la carta, los días y a las horas que a cada uno le conviene. 
Los monógamos estables envidian con secreto ardor la vida de los solteros, separados o divorciados. Les ven como una sublimación de la libertad dorada. Pretenden con una sonrisa burlona que no debe mezclarse el amor platónico con el amor plato único. 
Tienden a tratarlo de reacción orgánica sublimada por los poetas, una utopía emocional de románticos irreparables, una evasión más o menos compartida del miedo a la soledad, un pacto celular transitorio de conveniencia mutua, la última quimera a propósito de la tierra prometida, el equivalente laico del mito de la salvación, la eterna ilusión de creer que el rumbo de la vida puede mejorar con generosidad y pasión. 
Otros confunden la energía desbordada y la dulce embriaguez del enamoramiento con la estabilidad de la pareja. Llegan hasta identificar estabilidad con aburrimiento o resignación. Encuentran que la estabilidad y la madurez carecen de excitantes suficientes. 
Esta confusión entre el amor y el amoooooooooooor es burda. El enamoramiento representa los cimientos del edificio, no el edificio. Algunos pretenden quedarse toda la vida mirando la gracia de los cimientos sin levantar la casa. Hacen trampa. 
Tan solo la madurez separa al apasionado del iluso, igual que a los ideales de las idealizaciones. Los primeros resultan vitales, las segundas son una caricatura. 
La veracidad de la pasión se mide por el grado de comprensión que proporciona, no por el fervor repentino, el desahogo, las exclamaciones o las promesas deslumbradas. Algunos practican el rupturismo con la misma ligereza de la primera vez. Otros hacen el amor. 
Posiblemente el amor constituye la única épica cotidiana al alcance de los mortales, el único milagro. En contrapartida, es vulnerable. Contiene a veces el hurto, la crueldad del simulacro, la desforestación de las ilusiones, la playa pedregosa donde mueren las tentativas fallidas. 
Para amar es preciso primero saber maravillarse, celebrar que el sol y el deseo aparecen cada día. Los contraopinantes alegan que el amor comienza y termina con la misma naturalidad que el ciclo de las estaciones, sin necesidad de buscarle más explicaciones. Son personas que pueden cambiar de sentimientos como quien varía la disposición del mobiliario de casa. 
Otros preferimos compartir como respirar, sentir  la atracción como el impulso requerido cada día para levantarse.
La pasión es una categoría de la sangre y no puede alcanzarse sin una dosis de vitalismo, visto como antídoto de la apatía. Las emociones no las traen a casa por mensajero como las pizzas.
A pesar de todas estas consideraciones, cada vez que pienso en ello acabo por remitirme a los versos del siglo XV de Ausiás Marc:

Amor, de vós jo en sent més que no en sé,
de què la part pitjor me’n romandrà,
e de vós sap lo qui sens vós està.

A joc de daus vos acompararé.


Otros días me encuentro más renacentista y recito el fragmento de la obra de teatro en verso Aminta, que Torquato Tasso escribió y estrenó en Ferrara en 1573:

Forse se tu gustassi anco una volta

la millesima parte de le gioie

che gusta un cor amato riamando,

diresti, ripentita, sospirando:

Perduto è tutto il tempo

che in amar non si spende.

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