10 jul 2017

No es cierto que la guerra de Oriente Medio no pueda entenderse


Un dicho supuestamente ingenioso pretende: “Si crees entender Oriente Medio, es que te lo han explicado mal”. Esta falsa idea quiere escenificar la confusión a fin de encubrir la política colonial que martiriza desde hace un siglo la región del mundo musulmán tan rica en hidrocarburos y tan pobre en desarrollo social, exportadora de su revuelta a través del terrorismo yihadista, además de las guerras internas. El tupido mosaico de países y de facciones enfrentadas en cada uno son consecuencia de otro viejo adagio, esta vez cierto y comprobado: “Divide y vencerás”. La diferencia de nivel de vida entre la orilla europea y la musulmana
del Mediterráneo es escandalosa. La religión islámica se propugna a la vez como sistema de gobierno civil y se ha convertido en el único instrumento identitario del mundo musulmán frente a los abusos históricos y actuales de la invasión occidental, una semilla de odio contra el mundo industrial, contra la democracia de la sociedad occidental que les ha arrinconado, sometido, engañado y tratado sin más consideración que la explotación colonial, en alianza con las elites gobernantes locales que aseguran el mantenimiento del régimen feudal. El terrorismo islamista se alimenta de la injusticia, la pobreza y el analfabetismo.
La extensa, desértica y rebosante de petrodólares Península Arábiga está formada por siete Estados de tamaño muy distinto: la gran Arabia Saudí y los pequeños –y generalmente ricos-- Yemen, Kuwait, Bahréin, Catar, Omán y Emiratos Árabes Unidos. Desde el nacimiento en 1932 de Arabia Saudí, Estados Unidos garantiza la seguridad de la dinastía reinante de los Saúd a cambio de petróleo y negocios multimillonarios que se derivan. Debe ser el único país actual conocido por el nombre de la familia gobernante. Es uno de los más lucrativos compradores de armamento a Estados Unidos. 
Barack Obama impulsó un histórico acuerdo de contención nuclear con Irán, mal recibido por Arabia Saudí y por Israel. Donald Trump eligió Arabia Saudí para su primer viaje oficial. Con solo aterrizar, firmó contratos por 480.000 millones de dólares a favor de complejo militar-industrial norteamericano. 
Al cabo de pocas semanas, Arabia Saudí lanzó una ofensiva de bloqueo económico contra el vecino emirato de Catar, considerado poco obediente a su liderazgo e impulsor entre los jóvenes árabes de sueños de transición democrática a través del popular canal de televisión Al-Jazira. 
La monarquía saudí expande por el mundo la doctrina más extrema e intolerante del islam, el salafismo sunita. Por poner un ejemplo, prohíbe a las mujeres conducir coche.
Pugna con Irán por la hegemonía regional, bajo pretexto de las distintas ramas sunitas o chiitas del islam, dentro de la vieja disputa entre árabes y persas (las antiguas, largas y cruentas guerras de religión en Europa entre cristianos católicos y protestantes no se encuentran tan lejos). La pugna se extiende por procuración a las actuales guerras de Siria y Yemen.
Quince de los diecinueve terroristas que cometieron el ataque contra las Torres Gemelas de Nueva York eren de nacionalidad saudí. La represalia norteamericana no fue contra el Estado saudí, sino contra la república iraquí de Saddam Husein, con la excusa falsa de que poseía armas de destrucción masiva. 
Mientras no se trunque el maná petrolífero, las primeras potencias occidentales tendrán poco interés en encontrar una solución al avispero de Oriente Medio, al endemoniado tablero de intereses que pueden resumirse claramente, suponiendo que alguien quisiera dar con el desatascador.

0 comentarios:

Publicar un comentario