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Años atrás dejé de practicar la crónica política de actualidad porque me pareció que dominaba en exceso la ambición personal desmesurada al lado de la ineptitud y que podía practicar a través de otros géneros periodísticos y literarios los valores cívicos que defiendo. Sin embargo en días como los que vivimos resulta imposible no hablar de ello. El pasado domingo fui a votar, antes de las nueve de la mañana, precisamente en el colegio Ramón Llull de la calle Consell de Cent barcelonesa. Presencié la violencia de la policía contra ciudadanos pacíficos. Me produjo más indignación aun que ver pocos días antes el hemiciclo
del Parlament de Catalunya literalmente medio vacío en el momento de aprobar leyes decisivas sin respetar el derecho de las minorías parlamentarias, que en este caso representan a la mitad del país.
Años atrás dejé de practicar la crónica política de actualidad porque me pareció que dominaba en exceso la ambición personal desmesurada al lado de la ineptitud y que podía practicar a través de otros géneros periodísticos y literarios los valores cívicos que defiendo. Sin embargo en días como los que vivimos resulta imposible no hablar de ello. El pasado domingo fui a votar, antes de las nueve de la mañana, precisamente en el colegio Ramón Llull de la calle Consell de Cent barcelonesa. Presencié la violencia de la policía contra ciudadanos pacíficos. Me produjo más indignación aun que ver pocos días antes el hemiciclo
del Parlament de Catalunya literalmente medio vacío en el momento de aprobar leyes decisivas sin respetar el derecho de las minorías parlamentarias, que en este caso representan a la mitad del país.
Sacar adelante un proceso unilateral de independencia frente al aparato del Estado y con una exigua mayoría parlamentaria es la pretensión más absurda que se pueda imaginar. Ha sido la pretensión del gobierno Puigdemont-Junqueras, que para disponer de aquella exigua mayoría parlamentaria se alió con las antípodas políticas de las CUP.
Los gobiernos Rajoy-Sáenz de Santamaría y Puigdemont-Junqueras se han demostrado incapaces de gobernar. Gobernar significa resolver problemas, gestionarlos, canalizarlos, suavizarlos. Es lo contrario de avivarlos, ampliarlos, crisparlos o enquistarlos.
Cada cual ama a su tierra: el patriotismo es un noble sentimiento y a la vez una fuerza de doble filo. En nombre de este noble sentimiento su fuerza de doble filo ha cometido muchas barbaridades en la historia reciente del mundo, cuando un patriotismo se ha enfrentado al del pueblo de al lado, incluso con sobradas razones.
El gobierno de la Generalitat y las plataformas de la Assemblea Nacional Catalana y Omnium Cultural pensaban que multiplicar la movilización ciudadana de los catalanes les daría la fuerza que no tienen electoralmente. La movilización ciudadana es una riqueza democrática vital, aunque debe verse con qué objetivos y qué resultados se organiza.
El restablecimiento de la Generalitat se obtuvo en 1977 gracias a la movilización ciudadana. También gracias a la cintura política del president Tarradellas en la negociación con el Estado y a la unidad de les todas las fuerzas políticas catalanas. Participé en aquellas movilizacions a favor de “Llibertat, Amnistia, Estatut d’Autonomia”.
Uno de los herederos más significados del tarradellismo hoy arrinconado, el conseller Josep M. Bricall, declaró el pasado 21 de mayo al diario Economía Digital: “Es imperdonable que el independentismo juegue con las personas y con el país. Es imperdonable que secuestren sentimientos, que yo respeto, para defender un proyecto que no conduce a ninguna parte”.
Llegados ahora al choque de trenes, el gobierno Puigdemont-Junqueras y sus aliados tienen la tentación de proclamar la DUI como forma de inmolarse “heroicamente” ante el correlato de su decisión, que es la aplicación por el Estado del artículo 155, la disolución del actual Parlament y la convocatoria de elecciones autonómicas anticipadas en Catalunya por parte del gobierno central. La escalada de la tensión.
Los partidarios del “como peor, mejor” que hoy pilotan en ambos lados deben dejar paso a fuerzas políticas que tengan un concepto de gobernar más eficaz a la hora de resolver problemas. Las reglas del juego (la Constitución) deben sin duda reformarse, también deben cambiar los actores principales. Por cierto, el pasado domingo voté “Sí”.
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