Dentro de la programación del festival Barnasants, ayer fui a escuchar en el Casinet de Hostafrancs a la cantante de tangos Sandra Rehder, acompañada por Gustavo Battaglia (guitarra), Horacio Fumero (contrabajo) y Marcelo Mercadante (bandoneón). Presentó la temas de su último disco Canción maleva, con algunas aportaciones de propia autoría. Un concierto de tangos no es nunca una experiencia inofensiva, si están bien interpretados. El género mantiene compromisos genéticos con los instrumentos expresivos de precisión sobre la meteorología humana, de modo que las figuraciones sentimentales del tango prefieren la verdad desnuda y despeinada, aunque tirite de frío, por encima de la banalidad transparente del cliché. Sandra Rehder los canta con una vivacidad
encarnizada, turbulenta, casi dolorosa. Sin embargo de vez en cuando la cantante se entibia en una rara aurora que espejea sobre la piedra vieja de las certezas y desemboca en el misterio de una sonrisa colocada en la punta misma de la vida. Es preciso caminar con frecuencia entre florituras insustanciales para llegar a topar algún día, como ayer, con la agudeza poética que el vitriolo del desengaño no puede corroer.
encarnizada, turbulenta, casi dolorosa. Sin embargo de vez en cuando la cantante se entibia en una rara aurora que espejea sobre la piedra vieja de las certezas y desemboca en el misterio de una sonrisa colocada en la punta misma de la vida. Es preciso caminar con frecuencia entre florituras insustanciales para llegar a topar algún día, como ayer, con la agudeza poética que el vitriolo del desengaño no puede corroer.
Según cada momento climático del concierto, me pareció entrever desde la platea que su estilo temperamental y furioso unía en realidad fragor y sosiego, violencia y belleza, fiereza e inocencia, desesperanza y solidez, estupor y quemazón. Es una cuestión de actitud más que de partitura, de proximidad con las verdades que no siempre coinciden con la apariencia, separadas por la membrana abismal del artificio.
Otras almas más flácidas prefieren no exponerse a las contingencias confusas de la vida. Anteponen el escepticismo frente a la fuerza de la complejidad y mantienen la impresión condescendiente de que los tangos pretenden vaciar el mar de las emociones con un cubo teatral y endogámico. A mi me siguen gustando porque creo que una parte del valor de las cosas radica en la incerteza, la fragilidad, lo imprevisto. La mediocridad o incluso la mezquindad también existen, en la naturaleza y en nosotros mismos, aunque eso tal vez sea inevitable.
Ayer Sandra Rehder bordó algunos grandes temas clásicos, por ejemplo “Che, bandoneón”, de Homero Manzi y Aníbal Troilo, pero el repertorio es infinito y cada cual puede tener sus predilecciones. Al fin y al cabo en esta vida importan sobre todo dos cosas: el amor y el vino. Lo demás son detalles, ganas de cantar en su caso o necesidad de escribir en el mío.
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