2 ago 2018

Cuando íbamos a bañarnos a Cala Estreta por el camino del bosque

Antes íbamos a bañarnos a las soledades de Cala Estreta por el camino de bosque que arranca sobre el Golfet de Calella de Palafrugell. El baño de bosque era el preludio de la zambullida. En el pinar reseco del verano los grillos orquestaban una melopea aparatosa y familiar, un cri-cri incesante, infatigable, que nos hacía compañía. Nunca más he escuchado el canto coral de los grillos tan entusiasta como en el bosque de Cala Estreta. Tan solo puede parecer frenético y exasperante a espíritus turbados, los demás lo asociamos a la música viva y despierta de la naturaleza. La pista de tierra que serpentea durante 4,2 km desde el ramal del castillo de Cap Roig en Calella de Palafrugell hasta la amplia playa del Castell en Palamós no es exactamente
un camino de ronda, aunque lo equiparen a esta condición la proximidad del mar y el acceso que brinda por tierra a varias calas ilustres y tranquilas: el Crit y la Font Morisca, Cala Estreta y desde aquí, caminando por la arena a flor de agua, hasta las playitas de Cala Bona y Cap de Planes. En Cala Bona siempre me sorprendió, al pie de la escalera de piedra que conduce a una finca privada, un viejo cartel que decía: “Prohibido el paso, excepto náufragos”. Lo vi años seguidos.
Si no se baja hasta Cala Estreta y se sigue de frente, la pista de bosque lleva al recóndito mundo de Cala Corbs, a Cala Canyers, Cala Senià, Cala dels Capellans y Sa Cobertera, con su roca horadada. Se trata de un tramo litoral insólitamente virgen, de una belleza detallista. El camino boscoso da acceso a algunas de las calas, no a las que solo pueden ser saboreadas desde pequeñas embarcaciones procedentes de las playas vecinas, en una singladura sin complicaciones aparentes, si no se levanta algún viento impertinente y aspersor. 
Antes la pista forestal estaba siempre abierta, ahora la cierran en verano a la circulación rodada para evitar aglomeraciones de coches estacionados y atascos circulatorios en pleno bosque. Nosotros aparcábamos tranquilamente, verano e invierno, frente al camino de Cala Estreta. Cubríamos el último tramo a pie y lo prolongábamos hasta delante de Cap de Planes, donde colocábamos la toalla en solitario y nos bañábamos en las aguas de roca más cristalinas del mundo. 
Allá no llegaba nadie, ni por tierra ni por mar. Muy de vez en cuando el esbelto bote calellense bautizado “Cacatúa” desembarcaba a la familia y los amigos de Mineueta Ferrer, cuyos dos hijos conocían cada piedra de aquel litoral como las baldosas de su casa y pescaban los pulpos a manos desnudas. La “Cacatúa” no molestaba. Al contrario, ennoblecía y alegraba aquel rincón perdido porque sabía amarlo. 
Josep Pla escribió: “El buen gusto no es sino una forma viva del sentido del ridículo. El pueblo, desarrollando formas tradicionales, suele tenerlo”.
También escribió en el mismo libro Tres guies, en uno de sus momentos líricos menos cáusticos: “Catalunya es un país de cosas pequeñas, de cortas distancias; todo es a la medida del hombre y precisamente por eso todo tiene un peso terrenal muy acusado. En esta tierra, dentro de los límites escasos de su geografía, la personalidad de las cosas, de los seres humanos que la habitan, toman una característica, un perfil, una cristalización decisiva. Cuanto más pequeñas son las cosas, más fuerza individual tienen; cuanto más pequeñas son las distancias, más diversos son los matices. Para quienes vivimos en el llano y en la pequeña o media montaña, es decir para la inmensa mayoría de la población humana que vive en esta tierra, tales observaciones forman parte de nuestra íntima manera de ser, de nuestra constitución física”. 
La Mineueta Ferrer, el volumen aparatoso y familiar del canto de los grillos y la soledad de esas calas ya no están. El amor, sí.

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