Llevo dos clubes de fútbol en el corazón, el Barça y el Boca Juniors de Buenos Aires, aunque ocupen un espacio cada vez más pequeño y dudoso. El próximo 15 de agosto ambos equipos se enfrentan en el estadio barcelonés, con motivo del partido amistoso del Trofeo Joan Gamper que abre la temporada. Será un partido de morondanga y eso me evitará dilemas sentimentales, aunque no la tristeza de ver la decadencia injusta que arrastra Boca. Injusta por tres motivos principales: la economía globalizada provoca que los mejores futbolistas del aquel país jueguen en el extranjero, la corrupción destiñe con frecuencia sobre las estructuras directivas del fútbol argentino y, finalmente, la violencia de las barras bravas en los estadios se ha visto
consentida y manipulada, en lugar del ambiente trepidante pero pacífico que imperaba en la época de las grandes estrellas del club como Maradona, Riquelme, el loco Martín Palermo o el gorílico Carlitos Tévez.
consentida y manipulada, en lugar del ambiente trepidante pero pacífico que imperaba en la época de las grandes estrellas del club como Maradona, Riquelme, el loco Martín Palermo o el gorílico Carlitos Tévez.
La lucha de clases del fútbol la han ganado los ricos y la clase media apenas sobrevive. “El fútbol se lo robaron a la gente”, sentenció el flaco César Luis Menotti, entrenador del Barça en 1982-84 antes de serlo del Boca.
La primera vez que quise asistir con mi mujer a un partido en la cancha de Boca, su padre se opuso tajantemente. Las señoras no iban a la Bombonera y mi suegro era de River Plate. Tuvimos que negociar duro.
Es cierto que los jugadores y seguidores del popular Boca Juniors no suelen haber estudiado en Harvard, pero como mínimo una vez en la vida se tiene que haber asistido al gran superclásico Boca-River en la Bombonera y sentir cómo vibra el suelo que se pisa. La Bombonera no tiembla, palpita. Diego Armando Maradona precisó en una ocasión: “He jugado el Barça-Madrid, pero el Boca-River es diferente, es como dormir con Julia Roberts”.
Al comienzo del partido el terreno de juego aun resultaba invisible porque seguía revoloteando la lluvia de papelitos que lanza el público al hacer aparición los equipos. En la atmósfera no flotaba el aroma de los habanos como en la tribuna del Barça de antes, sino los efluvios de las parrillas de choripán y hamburguesas dispuestas en los pasillos.
La barra brava de Boca cantaba estrofas muy impúdicas a la de River. La de River, en un grito ensordecedor, se limitaba a contar hasta diez: eran los años que Boca llevaba sin ganar el campeonato. Todo se producía de una forma mucho más onomatopeica, gutural, cavernosa y aullante que lo que permite evocar aquí la transcripción al lenguaje escrito.
El juego podía conocer oscilaciones de calidad, pero en la Bombonera la distancia entre el césped y el público es la más cercana que haya conocido nunca, y eso es un distintivo de la casa. El Boca y la Bombonera son antes que nada una cuestión sentimental cercana. Lo demás es discutible y corruptible. Los sentimientos también lo son.
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