Mi primer coche, muchísimos años atrás, fue un Citroën 2CV. Ahora pienso, después de conducir tantas otras marcas, que tal vez me gustase que otro 2CV fuese el último de mi propiedad. La economía de medios de aquel vehículo, hoy casi risible, se combinaba a la perfección con un rendimiento sin fisuras, a pesar de los numerosos resquicios. De entre todos los utilitarios lanzados durante la posguerra europea en cada país para democratizar la adquisición y consagrar el imperio del vehículo privado, el Citroën 2CV ha dejado el recuerdo más singular. Alemania popularizó el Volkswagen Escarabajo, Italia el Fiat 500, España el Seat 600 (la probatura del Biscúter no cuajó). En la propia Francia le salió una dura competencia con el
Renault 4L, aunque no destronó el Dos Caballos pese a la extrema austeridad que este suponía.
Renault 4L, aunque no destronó el Dos Caballos pese a la extrema austeridad que este suponía.
Hice largos viajes internacionales con mi 2CV y recuerdo las incomodidades, pero las recuerdo con simpatía, con una especie de fidelidad correspondida. El modelo se había presentado por primera vez en el Salón del Automóvil de París en 1948, ahora se cumplen los setenta años.
Se llegaron a fabricar 5,1 millones de unidades, incluidos los de la factoría Citroën de Vigo a partir de 1959, tanto en la versión de coche como de furgoneta. Posteriormente se derivaron modelos hermanos como el Dyane 6 o el Mehari. La producción concluyó en Francia en 1988 y, definitivamente, en 1990 en Portugal. A partir de entonces son piezas de coleccionista.
La suspensión convertía al 2 CV en un pionero y modesto todo terreno, dado que los responsables de la marca pidieron a sus ingenieros que diseñasen “cuatro ruedas con un paraguas (el techo de lona descapotable), capaces de atravesar un campo labrado con una cesta de huevos sin romper ninguno”. Aun así, no fue un coche eminentemente rural, sino también plenamente urbano.
Más adelante la modestia dejó de ser una virtud atractiva, en este sector y en muchos otros.
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