Ayer el amigo Quim Curbet me llevó a comer con una devoción particular a la fonda Can Reixach, al pie de la carretera que atraviesa el valle del Llémena, uno de los grandes bosques de robles y encinas más cercanos a la ciudad de Girona y por tanto destino tradicional de las comidas campestres de los gerundenses. Creí entender por qué me llevó. No era porque Can Reixach sea la casa natal de Josep Roca, el padre de los tres hermanos Roca del restaurante gerundense celebrado mundialmente. Creo que fue para mantener la sorda lucha de concepto entre los pequeños restaurantes de carretera y los galardonados como mejores del mundo
por las revistas especializadas.
por las revistas especializadas.
La larva malsana de la opulencia vanidosa carcome la flor de la victoria de estas pequeñas fondas populares, las empaña con un velo de desdén, pretende convertir la proeza de su supervivencia en anécdota marginal. Los amores traicionados por capricho son los que duelen más, igual que la crueldad gratuita de los hombres frente a la crueldad calculada del destino.
No es que estas fondas también sean hijas de Dios, sino que tal vez son las únicas hijas del Dios primigenio. Viven en el lindero del bosque como una flor silvestre, expresan de la necesidad de retrogradarse ligeramente en la alocada escala evolutiva de los homínidos a fin de valorar de nuevo un asado como el prodigio cotidiano que es, la auténtica armonía del cosmos capaz de amansar la fiera de los consumidores compulsivos de esperanzas vanas y tatakis.
El escenario del bosque está más o menos igual, sin embargo la obra que se vive ha cambiado mucho. Se ha vuelto ociosa, por no decir extinta. El bosque ya no es sujeto histórico, sistema de producción, modo vida ni lógica económica. Es un área de esparcimiento alegórica, un lugar extraño en que se escuchan los pájaros en vez del trino de los WahtsApp. La palabra bosquetano ni se usa o la confunden con bosquimano.
Pero las fondas de bosque se mantienen, nutridas por las incursiones ciudadanas. El secreto del dominio fuego también se descubre en estos mesones jubilosos que contemplan al bies el avance de las fuerzas del progreso y releen cada día la Ilíada en sus cartas y menús con una agudeza sapientísima, tan admirable como los mejores restaurantes del mundo. Son lo que queda vivo del bosque, mientras los árboles acunan amorosamente lo demás.
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