Si se expusiera en el Louvre sería más famosa que la Venus de Milo, pero se encuentra en una ciudad siciliana sin aeropuerto. La Venus de Siracusa es una excepcional pieza de la escuela de Praxíteles y se la considera capaz de convencer a los espíritus más reticentes sobre la concupiscencia que puede despertar un trozo de mármol descabezado y manco. El hecho de encontrarse en Siracusa y no en el Louvre aun permite otra cosa más decisiva: acariciarla discretamente cuando nadie del escaso público lo ve. Todas las Venus son la corporización de un sueño. La de Siracusa establece a su alrededor un campo magnético y acariciarla discretamente lo demuestra. Le dedicaron páginas desbordantes Guy de Maupassant en La vie errante: "Es una de las Venus más bellas del mundo. No tiene cabeza y le falta un brazo, sin embargo nunca tuve ante mi un cuerpo más admirable y emotivo”. También Lluís Nicolau d’Olwer en El puente del mar azul: “Contemplen esta soberbia factura anatómica, observen la morbidez de estas carnes en que la mano haría presa; reparen en el ligero temblor de este hombro, como si acabase de herirlo un viento frío”. Predispuesto por el testimonio de tales predecesores, a mi me pareció que la Venus de Siracusa suma
a las demás el raro privilegio de poder ser acariciada discretamente, cuando nadie mira, añadiendo la percepción del sentido del tacto a la turbación de los incrédulos.
a las demás el raro privilegio de poder ser acariciada discretamente, cuando nadie mira, añadiendo la percepción del sentido del tacto a la turbación de los incrédulos.
El pasado sábado la escultora Berta Blanca Ivanow declaró en el suplemento Cultura’s del diario La Vanguardia: “Soy de la opinión que es nuestra obligación gastar las esculturas tocándolas". El autor de la entrevista remató: “No hay nada más sagrado que lo que invita a ser palpado”.
Me llevó a pensar, turbado de nuevo, en la caricia furtiva y demostrativa a la Venus solitaria de Siracusa.
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