20 nov 2020

No puedo evitarlo, echo mucho de menos a Roma y el Janículo

Los latinos siempre tendremos dos patrias: la nuestra y Roma. Llevo largos meses echando de menos poder ir a Roma como de costumbre y, con solo llegar, tomar el autobús que sube al Janículo. No forma parte de las siete colinas fundacionales de la ciudad, aunque se considera la octava por haberse convertido en más concurrida que el Aventino, el Capitolio, el Celio, el Esquilino, el Quirinal, el Palatino y el Viminal. No se debe tan solo al templete de San Pietro in Montorio, la obra maestra de Bramante, donde era tradicional que los romanos fueran a casarse y tomar la foto de boda ante una de las mejores panorámicas. Tampoco se debe solamente al afortunado parque público de la tradicional passegiata ni a los monumentos y edificios destacados, como el arco de triunfo mussoliniano con la inscripción “Roma o morte” o la Academia Española de Bellas Artes. La lista de atractivos del Janículo es más larga todavía, pero la mayoría no vamos por eso. Aseguraría que casi todos lo hacemos por el mismo motivo que yo, para apoyarme en la balaustrada panorámica, abrir el libro de Stendhal Vie de Henry Brulard y leer de nuevo, en este punto preciso del caput mundi, su primer párrafo: “Hoy por la mañana, 16 de octubre de 1832, me encontraba en San Pietro in Montorio, en el Janículo de Roma. Lucía un sol magnífico, un ligero viento de siroco casi insensible hacía flotar unas pequeñas nubes en lo alto del monte Albano, reinaba en el aire un calor delicioso y me sentía feliz de vivir”.

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