La luz jubilar de tramontana quien hace aparecer el Canigó en el horizonte algunos días selectos, agradecidos por el dibujo lustroso de las cosas. La claridad excitada del aire invita a palpar la turgencia de las formas de la vida, hacen resurgir las fuentes del deseo y lo desentumecen. No generan per sí solos el sentimiento de felicidad, aunque de alguna forma lo intuyen, lo huelen. Fomentan la salivación de poseer las cosas, la ilusión de mirar el cielo barrido y embobarse con el vuelo elegíaco de los vencejos hasta encontrar en sus aleteos un pequeño tesoro. En verano los colores grisáceos, azulados o morados de la mole montañosa, nimbada per un velo de calima, son de elegancia suntuosa. En invierno el brillo de la nieve excitada por el sol imprimen al macizo un fulgor diamantino, una vitalidad anímica. La aparición del Canigó actúa como un reactivo contra los días espesos, los sentimientos nebulosos y los cielos cortos.
El paisaje siempre ha necesitado la mirada de la cultura para ser descifrado, algo de poesía deliberada para valorarlo. La presencia mítica del Canigó en nuestra mirada debe mucho al poema épico de Jacint Verdaguer. En cualquier país instruido los bachilleres y los ciudadanos en general sabrían recitar de memoria al menos los últimos versos:
Lo que un segle bastí, l’altre ho aterra,
Mes resta sempre el monument de Déu;
i la tempesta, el torb, l’odi i la guerra
al Canigó no el tiraran a terra,
no esbrancaran l’altívol Pirineu.
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