Años atrás los chinos solo disponían en Barcelona de contados restaurantes de cocina de su país. A continuación empezaron a abrir tiendas de ropa barata al por mayor en la calle Trafalgar. A partir de ahí se han expandido por todo el barrio de Fort Pienc y el Passeig de Sant Joan, a lo largo de la Derecha del Eixample. En mi barrio me veo rodeado por ellos y nunca me ha molestado. Ahora tienen bares, restaurantes, supermercados, bazares, tiendas de electrónica, peluquerías y gabinetes de manicura (lo del “final feliz” se vio atajado con rapidez), oficinas inmobiliarias y toda clase de negocios. Una nueva generación de chinos jóvenes, probablemente criados aquí, han abierto sus bares de encuentro. Antes representaban un exotismo, ahora una comunidad barcelonesa más. La proliferación puede llamar la atención, sin embargo la convivencia se ha revelado absolutamente normal. En una ocasión un vecino de toda la vida me dijo que debíamos firmar una petición al Ayuntamiento para que impidiera su concentración en un solo barrio, dado que eso podía “devaluar nuestros pisos”. Su idea me pareció una estupidez y, educadamente, le contesté que a mi no me estorban ni me han hecho ningún daño.
Ahora incluso me alegro de su presencia. Algunos comercios de barrio ya no existirían sin ellos. Detecto grados muy distintos de educación e integración, aunque eso es común a cualquier origen. Suelen ser especialmente simpáticos y me contestan “Bon dia” cuando les digo “Bon dia”. Es más de lo que puedo decir de algunos vecinos de toda la vida.
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