El acento, la forma de pronunciar una misma frase varia ostensiblemente dentro de cada idioma, de modo que un catalán reconoce al instante un leridano de un gerundense, ya no digamos un valenciano de un mallorquín. De la misma manera, un español distingue un andaluz o un gallego por el acento. Lo mismo ocurre en cualquier idioma: en Inglaterra la clase alta habla con un acento distintivo aprendido en las escuelas de elite y lea clases populares lo hacen en el argot cockney, igual que en Francia hay un auténtico abismo entre la fonética del francés de París y el de Marsella, entre el norte y el sur. El problema comienza cuando esta diferencia fonética se convierte en una clasificación jerárquica del modelo considerado superior y el ridiculizado como rústico.
El diputado de origen catalano-francés Christophe Euzet ha presentado a la Asamblea Nacional o congreso de diputados de Francia una proposición de ley contra la discriminación por el acento fonético, a raíz de la multiplicación del fenómeno causada por el nombramiento como primer ministro de Jean Castex, alcalde de Prada de Conflent, que se expresa con una cantinela típicamente del sur y provoca las burlas más o menos disimuladas de los círculos del poder central.
La tramitación parlamentaria de este proyecto de ley ha llevado comparecer ante la comisión correspondiente al lingüista Philippe Blanchet, quien confirma: “Desde el momento de su nombramiento, Jean Castex ha sido objeto de un estigma violento y vergonzoso por el simple hecho de su acento”. El diario perpiñanés L’Indépendant ha abierto una tribuna de debate sobre “¿La República se avergüenza de sus acentos?”. El interrogante es una forma moderada de afirmarlo.
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