La plaza de Sant Pedro del Vaticano tenía horario nocturno

Los primeros años del viaje a Roma no ponía los pies en la plaza de San Pedro del Vaticano, me parecía demasiado clerical. Los amigos romanos, perfectamente laicos, me llevaron a caer en la cuenta de mi error. La plaza de San Pedro es una de las mejores de Roma, y punto. Me llevaban por la noche, cuando las aglomeraciones de fieles ya se habían disgregado. Después de cenar comprábamos un “gelato da passeggio” y jugábamos a la carrera entre el bosque de la triple columnata de Bernini que ciñe el espacio con una escenografía casi felliniana, cuando aun no se encontraba obturada por las vallas de seguridad y los controles de acceso. Las formas dibujadas en el pavimento por los pequeños adoquines característicos de los "sampietrini" se convertían en un damero (duran e algunos años un "sampietrino" auténtico sirvió de pisapapeles en mi mesa de trabajo). Las dos fuentes gemelas ponían una armoniosa melodía de fondo. La monumentalidad no nos abrumaba, la iluminación espectral de la fachada de la basílica nos atemorizaba poco.
No necesitábamos seguir las interpretaciones canónicas de la arquitectura papal, tan solo utilizar la plaza como una de las más cómodas de Roma para nuestros paseos nocturnos, un espacio propio de los ciudadanos fuera de los horarios litúrgicos. Nuestra fe en la obra de Miguel Ángel y Bernini era una comprobación urbana autosuficiente, un derecho de uso público, un escenario de todos siempre que se respetasen las franjas horarias respectivas.
Me enamoré de un modo táctil del mármol travertino, sobre todo del más humilde en apariencia, el de los suaves escalones que unen la explanada de la plaza con el atrio de la basílica como mansas olas de piedra. No nos despertaba curiosidad lo que sucedía tras los muros, sino lo que sucedía delante, nuestra plaza recuperada para saborear un helado y jugar a la carrera entre la triple columnata, cuando habíamos cenado bien e intuíamos que la noche sería franca, dulce y terrena.