Amo a Grecia –la antigua y la moderna-- y me alegro que estos días celebre el 200 aniversario de su independencia, bajo la actual presidencia republicana de la abogada Katerina Sakelaropulu. Ni al país ni a ella les ha resultado sencillo llegar hasta aquí. Los crueles recortes económicos a que se vio sometida la población griega a raíz de la crisis de la deuda de 2009 a 2015 fueron una de las peores decisiones de la canciller Merkel como dirigente hegemónica de la Unión Europea. El país impulsor en la Antigüedad del concepto de democracia se convirtió en el banco de pruebas de la laminación de los derechos ciudadanos y los equilibrios sociales. Grecia constituye un símbolo de intensa capacidad evocadora también en este aspecto, el punto de origen de una civilización y a la vez de sus depreciaciones recientes.
Mi libro El mirall de l’Acròpolis (Voliana Edicions, 2014) trasladó el ansia de conocimiento de la cultura clásica griega a la explicación argumentada del mundo de hoy, bajo aquella misma luz deslumbrante. “El foco genético de nuestro sistema de valores malvive como un anciano marginado y al mismo tiempo se revela como uno de los lugares más experimentados para describir el curso del mundo con la intención de encontrarle la sombra den un sentido”, decía en el prólogo.
A la antigua cuna de la cultura europea le han inoculado un complejo de inferioridad y de culpa, cortado sobre el patrón de su escaso peso económico, como si no hubiese más vida que aquella que puede pagarse con dinero en cada momento. La han marcado al hierro candente con la falacia básica de la globalización: “Habéis estirado más el brazo que la manga, habéis gastado más de lo que teníais, os habéis creído más de lo que sois, la única riqueza es la de la cuenta bancaria”.
También por eso me alegro que ahora el país celebre el 200 aniversario de su independencia formal.
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