Hacía tiempo que no me apetecía tanto un buen habano Partagás después desayunar, a la hora de leer el diario. Debió ser por el panorama que tenía alrededor. El desayuno representa la artesanía de la comida, un de los ágapes más apetitosos, suculentos y agradecidos, como un rito sapiencial cuando se ha pasado bien la noche y el día se presenta amable. Algunos desayunos dan la vuelta como a un calcetín al concepto de “lógica del mercado”, le devuelven un sentido decente y republicano en que la ambición de enriquecimiento individual recupera el impulso de compartir e intuye un cambio redistributivo en la forma de vivir. La suma de elementos (la comida, el panorama de alrededor, la calma) crea una atmósfera de momentáneo paraíso que no alcanzarían en caso de darse por separado.
A veces exageramos un poco con las copitas digestivas de la sobremesa, pero lo hacemos con una cadencia, un tono de voz y un espíritu de coexistencia pacífica que no todo el mundo practica. Nos hacemos mayores y ahora ya sabemos que el dédalo de las pequeñas armonías y el guión moral de las mejores cosas resulta tan relativo que es preciso defender con dientes y uñas los momentos bien logrados de la diversidad humana. De estos desayunos se sale a bordo de una nube.
Una parte de su valor radica en lo imprevisto, mientras que la voluntad se ve condenada a errar, resistir y esperar. Por cada momento complacido hay otros contradictorios, sin embargo los desengaños conducen a la verdad, no a la desilusión si se renueva la apuesta, la vigorosa esperanza, la disposición a encontrar de nuevo el placer en el exacto cruce entre el riesgo y el equilibrio. La fe mueve montañas y el Partagás estaba riquísimo.
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