3 may 2021

Orgullo ciudadano recuperado en el Central Park neoyorquino

Entre el manojo de espárragos que forman los rascacielos de Nueva York (la expresión es de Josep Pla) vive una existencia espléndida por espíritu de contradicción uno de los parques urbanos más queridos, concurridos y cuidados: el Central Park o bosque de Manhattan. Anida en él una gran diversidad de aves migratorias, cuando no se estrellan contra los cristales de los altos edificios que las engañan con el reflejo de los árboles. La temporada de observación de aves atrae a expertos de todo el mundo, además de los corredores y paseantes de cada día, sobre todo en la zona frondosa de The Ramble. Abierto en 1858, tiene una superficie de 9.400 m2 y fue una imitación afortunada del Hyde Park londinense. Suma 42 millones de visitantes anuales. Si hace buen tiempo juegan al beisbol, hacen volar cometas, montan picnics, celebran fiestas de cumpleaños o de boda, patinan, participan en clases de yoga o taichí, van a conciertos al aire libre.
Hasta los años 1980 decían que la delincuencia florecía tanto como las plantas y casi todos lo veían como una fatalidad irremisible. Actualmente ofrece un aspecto muy distinto: limpio, seguro, hermoso, orgulloso y, sobre todo, querido. Marcel Proust afirmaba: “El auténtico viaje de descubrimiento no consiste en ver nuevos paisajes sino en tener nuevos ojos”.
Nueva York no es se erige capital del mundo solo por la jungla de asfalto y el manojo de rascacielos, también por el lugar de centro cívico que ocupa este pulmón verde en el pecho de la gente y en la vida anímica de la ciudad. El Central Park humaniza a Nueva York. La historiadora Sara Cedar Mill escribió en el libro del 150 aniversario que el Central Park fue “el experimento social democrático del siglo XIX", y probablemente se quedó corta.


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