Ayer di una vuelta alrededor de la punta del cabo de Creus en compañía de dos biólogos que lo aman y conocen de cerca: el figuerense Josep M. Dacosta y el gerundense Ponç Feliu, quien fue concejal de Medio Ambiente de su ciudad, director del Consorcio del Ter y ahora del Parque Natural del Cabo de Creus. Puestos en confianza bajo el faro que preside el lugar, cometí el aparente sacrilegio de decirles que espero ver pronto en este horizonte otra clase de faros plantados en el mar: los molinos eólicos flotantes. Serían la prueba que algún gobierno se ha tomado en serio la emergencia climática y las inversiones en nuevas infraestructuras para frenarla, como antes invirtieron masivamente en autopistas, aeropuertos, puertos “deportivos” y rescates bancarios. Los planes de la Generalitat preveían que en 2020 Catalunya cubriría la cuarta parte su demanda eléctrica mediante la energía eólica. El papel lo aguanta todo, sobre todo el papel mojado. De momento tan solo un tristísimo 0’48% de la electricidad que consume procede de aerogeneradores. En el Empordà, palacio del viento, no hay ni uno. Catalunya ha quedado a la cola de las nuevas tecnologías de producción de electricidad. La tramontana ampurdanesa no sirve de nada, hasta ahora, en este aspecto. La energía eólica choca con tanta resistencia como años atrás las centrales nucleares. Es evidente que las compañías promotoras de parques eólicos flotantes miran por su interés, para eso los gobiernos tienen las competencias reguladoras, no para bloquear la innovación.
Ambos expertos biólogos me miraron ayer, al pie del faro del cabo de Creus, con una mueca que me pareció reticente, como si pronunciaran en silencio la jaculatoria “Que Dios --el dios Eolo-- haga más que nosotros”.
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