14 may 2016

La excursión refractaria de ayer al viejo ruralismo de las Guilleries

Salir de excursión con amigos, como hice ayer con Ernest Costa y Quim Curbet, significa que a veces son ellos quienes eligen el lugar de destino y yo me pregunto qué atractivo le ven que a mi se me escapa. Fuimos hasta el Mas Sobirà de Santa Creu, en el término de Osor de la Selva gerundense, más concretamente en el macizo de las frondosas Guilleries, a veinte minutos de coche de Sant Hilari Sacalm o de Santa Coloma de Farners. El Sobirà de Santa Creu está considerado como un exponente puntero de gran masía señorial del país, documentada desde 1294 y muy
ampliada desde entonces con propiedades rurales que llegaban hasta Vic. Una cuarteta popular, que a mi me causa repelús, sigue repitiendo: “Si desean saber quienes son/ los más ricos de esta tierra:/ el Noguer de Segueró,/ el Sobirà de Santa Creu/ y el Espona de Saderra”.
Debe ser que las grandes construcciones señoriales no me atraen por el mero hecho de serlo, más bien me inclino en mis predilecciones por las pequeñas y populares. La condición de “más rico de esta tierra” tampoco me despierta una admiración directa, a menudo pienso en el precio que han pagado muchos para que unos pocos la alcancen. 
El género de la masía señorial fue considerado en algún momento romántico como “arte nacional” de Catalunya, dentro de un pairalismo idealizado, unos tópicos rurales muy discutibles, un prestigio exagerado y un clasismo rancio. Soy poco sensible a este “arte” pairal, lo veo como un reflejo del feudalismo y sus vestigios. Tras siglos de servidumbre, acabó provocando el éxodo de la gente y despoblando el campo, que ahora lleva a revivir sensaciones de la época cuaternaria. 
El Sobirà de Santa Creu permanece en propiedad de la misma familia Planell, hoy del hereu Antoni Planell. Los siervos ya no están. El núcleo del Sobirà, sufragáneo de Osor, mantiene apenas cuatro familias censadas, entre ellas mossén Manel y el tabernero Joel Subirana. A diferencia de los grandes propietarios, los payeses se han prácticamente extinguido, igual que los cazadores, los leñadores y otros oficios del bosque. En el bosque solo quedan algunos buscadores de setas de recreo, en fechas fijas del año. Este en concreto, que se especializó en madera de castaño para fabricar barriles de vino, ahora se dedica tangencialmente a la elaboración de pellets, las píldoras de masa forestal para estufas de leña. 
Me pregunté repetidamente a lo largo de la excursión qué interés le veían mis amigos al lugar que habían elegido, hasta que convine conmigo mismo que las cosas de los demás --ni tampoco las propias—no siempre tienen un sentido comprensible. Me repetí que el camino es el viaje.
Me concentré en paladear el lado positivo: el brillo metálico de los verdes lavados por la lluvia de los últimos días, el vibratto de la alfombra primaveral que se desenrosca como una boa recién desperezada y dispuesta a engullir el cielo, la función terapéutica de caminar y conversar con amigos, el placer de reír con ellos, la enternecida solemnidad de reencontrar la lentitud de la vida frente a la presión tumultuosa que ejerce otros días la llamada actualidad, la cual no es más que la historia circular de siempre. Son momentos del escenario rural que merecen ser cantados en versos alejandrinos y verdaguerianos: “Quan á la falda’t miro de Montjuic seguda,/ m’apar veuret als brassos d’Alcides gegantí,/ que per guardar sa filla del seu costat nascuda/ en serra transformant-se s’hagués quedat aquí”... 
El Mas Sobirà está constituido por múltiples edificios sumados: el caserón principal con torre en la parte más alta, la iglesia y más abajo el antiguo hostal convertido en restaurante Taverna del Sobirà. Este último cuerpo constructivo me despertó las principales expectativas, sobre todo a medida que se acercaba la hora de comer. La terraza de la taberna ofrece unas vistas espectaculares de las Guilleries, y la carta de platos del establecimiento también. 
Aguardo anhelante lo que pueda escribir Quim Curbet en su dietario sobre la excursión de ayer. En cuanto al explorador, fotógrafo y escritor Ernest Costa, hace tiempo que ha cubierto con creces todas mis expectativas lectoras, gracias a sus recorridos exhaustivos, palmo a palmo, de Salses a Guardamar y de Fraga a Maó. Ha publicado un montón de libros al respecto, ha colaborado con casi todas las revistas del país, ha recibido una retahíla de premios y atesora un fondo personal de 400.000 fotografías. Nacido en Bescanó y emigrado a Barcelona, ahora vive en Fontcuberta, en el Pla de l’Estany, junto a su mano derecha Anna Bricha. 
Al final de la excursión de ayer con ellos no me volví a preguntar qué demonios les atrae del Sobirà. Ahora ya lo sé, y no guarda relación con el pairalismo. Nos atrae el camino compartido, claro.

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