15 mar 2017

Explicación del magnetismo inexplicable del restaurante Ugarit

No he terminado nunca de entender racionalmente la telefonía sin hilos, la electricidad de consumo y ya no digamos la base operativa de las tecnologías digitales, aun sabiendo que tienen una explicación absolutamente razonada por parte de los especialistas. Existe un prodigio mucho más antiguo todavía que se me resiste, como un auténtico misterio, a pesar de pertenecer a mi propia especialidad: que la combinatoria de las contadas 26 letras del alfabeto o abecedario puedan dar pie a una cantidad infinita de millones y millones de palabras distintas. Me parece algo portentoso, casi sobrenatural y por lo tanto paranormal, por más científico y explicado que pretenda aparecer. Me he pasado la vida jugando con tan solo 26 letras, y no
me las acabaré ni por asomo.
Debe ser por eso que con cierta frecuencia me acojo de forma instintiva, sin motivo aparente, a alguno de los siete establecimientos de la cadena barcelonesa de restaurantes sirios Ugarit. Entro casi como un autómata, como si fuesen una especie de claustro materno, amniótico, seminal. 
La cadena la fundó en 1984 el inmigrante sirio Hani Sarkis con el nombre de la antigua ciudad portuaria de su país que hoy se llama Ras Šhamra. Si la Siria moderna no hubiese vivido el destino bélico que la ha desgarrado de arriba a abajo con horrorosa tenacidad, Ugarit sería tan conocida como cualquier otra gran capital de la antigüedad. 
En esa ciudad fenicia nació el alfabeto. El alfabeto fenicio sirvió de modelo a los posteriores: el arameo, el armenio, el cirílico, el griego, el latín, el hebreo y el árabe, y de este último derivaron el persa y el turco. 
La escritura se practicaba desde mucho más atrás, en el cuarto milenio antes de nuestra era, entre los sumerios de la vecina Mesopotamia. Escribían sobre tablillas de barro con cañas cortadas a bisel, mediante un gran número de signos en forma de clavo o cuña (cuneus en latín).
Aquella escritura cuneiforme solo la entendían cuatro iniciados, aunque permitió transcribir la Epopeya de Gilgamesh, poema épico sumerio considerado más antiguo del mundo, cuya influencia se detecta posteriormente en narraciones del Antiguo Testamento, la Odisea griega de Homero o la literatura india. 
En el momento de ser transcrito, su difusión era oral, no de lectores. Lo mismo puede decirse del Libro de los Muertos, escrito en jeroglíficos egipcios el siglo XIII aC sobre rollos de papiro. En cambio la aparición del alfabeto semítico fenicio de tan solo 30 caracteres revolucionó para siempre la comprensión y la práctica de las anotaciones. Los fenicios de Ugarit, muy bien comunicados por su comercio marítimo con todo el Mediterráneo, nos enseñaron a leer y escribir como aun lo hacemos en la actualidad. 
Otras lenguas perfectamente documentadas por los hallazgos arqueológicos de inscripciones, por ejemplo la de los iberos hispánicos, todavía no han sido descifradas. La de los fenicios de Ugarit sí, completamente, hasta la saciedad.
Aquel alfabeto, adoptado y adaptado por tantos otros pueblos, permanece en vigor. El único misterio que sigue planteando es la infinitud de la combinatoria de sus 30 signos, que en catalán solo hemos simplificado en 26 y en castellano 27 (por la “ñ”). 
El infinito es una dimensión inhumana, incomprensible, inquietante. De vez en cuando entro en alguno de los restaurantes barceloneses Ugarit casi sin querer, en un estado medio sonámbulo, a la busca de explicación entre las virutas de carne asada de un shawarma o en el poso del cuscús (lo hacen muy rico), pero ni el te con menta de la sobremesa me aplaca la desazón del infinito alfabético.











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