Hoy la escritora canadiense Alice Munro recibe en Estocolmo el premio Nobel de Literatura, recogido por su hija. La autora, de 82 años, ha alegado motivos de salud para no viajar a Suecia, para no abandonar su mundo y el de su literatura cotidiana que siempre ha sido la comarca apartada del condado de Huron, en la provincia de Ontario. Al margen de eventuales motivos de salud, la decisión de no viajar para recibir el galardón resulta plenamente coherente con el estilo que le ha valido el reconocimiento, incluso con el talante canadiense, un afortunado gigante desprovisto de ínfulas. Como afirma el dicho, “un canadiense es un
norteamericano sin armas y con seguridad social”. Los cuentos y relatos cortos de la Munro reflejan un paisaje humano intenso y casi secreto que late bajo las apariencias rutinarias, de modo que habría contrastado mucho en los dorados palacios de la corte sueca.
norteamericano sin armas y con seguridad social”. Los cuentos y relatos cortos de la Munro reflejan un paisaje humano intenso y casi secreto que late bajo las apariencias rutinarias, de modo que habría contrastado mucho en los dorados palacios de la corte sueca.
Descubrir o releer sus relatos procura el mismo impacto de sorpresa que me causó la primera visita a Canadá, comenzando por la ciudad de Vancouver a la que me llevaba el encargo de escribir un reportaje sobre su flamante red de metro. De entrada, saltaba a la vista que el dinamismo de un país acostumbrado al melting-pot convivía estrechamente con la grandiosidad de la naturaleza que estalla con intensidad vivísima a la orilla de cualquier punto habitado. En el centro urbano de Vancouver veía y escuchaba la actividad de las factorías aserradoras de madera en la ladera de las montañas inmediatas. Situado en el metro, mi mirada solo encontró dos tipos de personas con aspecto diferenciable de la uniformidad que me permitiese ponerle algo de literatura, aferrarme a ello como punto de contraste frente a la unanimidad aparente. Eran los chinos y los punkies.
Los chinos forman una nutrida colonia en Vancouver, aunque la mayoría sean japoneses o canadienses con facciones familiares japonesas. En cuanto a los punkies, se esforzaban ostensiblemente en distinguirse del común de compatriotas, querían ser diferentes por naturaleza como los chinos. En cualquier caso, en el metro de Vancouver no se veía un solo graffiti ni por equivocación, ni un papel en el suelo. Los punkies no tenían ninguna necesidad de vulnerar las normas para jugar el papel de contraste, distanciarse de la media de sus conciudadanos, sentirse diferentes y colaborar a que el metro estuviese muy cerca de aquello que algún día hemos soñado todos los contribuyentes que debe ser un medio de transporte público en una sociedad agradablemente civilizada.
Los relatos de Alice Munro evocan esos mismos contrastes canadienses –y universales-- entre las apariencias de la supuesta vida beata de provincias y su fragor interno. Que la escritora no recoja hoy el Nobel en Estocolmo es otra manera, aparentemente sencilla y natural, de contrastar y positivar sin salir de casa.
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