En una ocasión me enamoraron en el parque Cervantes barcelonés y desde entonces suelo regresar una vez al año, por primavera. Diez mil rosales en flor en un jardín público de Barcelona es el regalo que brinda estos días el rosedal del parque Cervantes, en el extremo de la avenida Diagonal que linda con Esplugues, uno de los escenarios más agraciados y calmos de la ciudad pese a encontrarse encajado entre densas vías de circulación como la Diagonal y los cinturones de ronda. El concurso internacional de rosas nuevas que convoca desde hace trece años en estas fechas de primavera el Ayuntamiento barcelonés no alcanza el renombre de otras grandes citas europeas como el Chelsea Flower Show de Londres, el festival internacional de
jardines de Chaumont-sur-Loire en Francia o el despliegue inusitado de tulipanes en el Keukenhof holandés, el parque floral más extenso de Europa. El certamen del parque Cervantes ni siquiera tiene la proyección ciudadana del Girona Temps de Flors, aunque lo merecería.
Cualquier flor procede de una semilla y es un órgano reproductor destinado a llamar la atención del fecundador para poder dar fruto, a veces un fruto inmaterial, evocador, incitante. Lo proclama Xuan Bello en su último y delicioso libro Las cosas que me gustan: “Un jardín debe tener un centro secreto sobre el que gire un artefacto de sentido; este artefacto tiene una función, también secreta: que de él surjan voces distintas dispuestas a definir, contradictoriamente, la intacta esencia del mundo”.
Todas les ciudades civilizadas disponen de un rosedal, un jardín dedicado a esta flor principal. Yo amo especialmente el rosedal de Bagatelle en el Bois de Boulogne parisino, el rosedal del parque de Palermo en Buenos Aires y el Roseto Comunale de Roma, que me viene de camino cuando subo a pie a la colina del Aventino. Sin embargo en el parque Cervantes barcelonés una vez me enamoraron y esas cosas dejan algún recuerdo.
Hoy los millones de rosas cortadas que se “consumen” en todo el mundo (6 millones solo el día de Sant Jordi en Cataluña) derivan de la producción industrial sin tierra en invernaderos climatizados, robotizados. Los parques ajardinados, en cambio, mantienen de algún modo en las grandes ciudades aquel papel evocador, moral y vivo que me complace reencontrar una vez al año, por primavera, en el parque Cervantes barcelonés. Más concretamente reencontrar aquellas “voces distintas dispuestas a definir, contradictoriamente, la intacta esencia del mundo”.
Es gratis, al lado de casa y de una emoción estética efusiva, tan necesaria en su lirismo urbano delimitado y heroico. Barcelona no ha sido nunca una ciudad afortunada en materia de grandes parques, que suelen derivar de los esplendores cortesanos en las capitales de Estado, como Versalles, Aranjuez, Hampton Court, Het Loo en Holanda o Petrodvoretz en San Petersburgo. Aquí tenemos algunos pequeños retales de mérito, como este creado en 1965 por Lluís Riudor y su adjunto Joaquim M. Casamor, remodelado en 1999 por Beth Figueras y ahora con todos los rosales floridos que enamoran.
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