Michel Goday vivió largos años en París y Barcelona, pero al jubilarse ha decidido regresar al pueblo natal de Port-Vendres con la mujer y las hijas para ocuparse del trozo de viña de un tercio de hectárea y 2.600 cepas heredado de su padre. Ayer fui a visitarlos –a él, la familia y la viña--, porque un amigo y un trozo de viña en Port-Vendres merecen siempre la visita. La parcela se halla en la Vall de Pintes, bajo el Fort de Sant Elm, ya en territorio municipal de Collioure. El tesoro está concretamente aquí. Michel dice que no es necesario esgrimir las raíces familiares como si fuesen una bandera, pero le gusta este pedazo de mundo porque de pequeño se injertó aquí y le ha quedado el olor, y porque aquí sabe qué hay debajo de cada piedra. Ya
dispone de los permisos administrativos para reconstruir un “casot” en su viña, una caseta de herramientas con parra, en la que él, la familia y los amigos esperamos celebrar “cargoladas” dionisíacas.
dispone de los permisos administrativos para reconstruir un “casot” en su viña, una caseta de herramientas con parra, en la que él, la familia y los amigos esperamos celebrar “cargoladas” dionisíacas.
El trozo de viña engloba un pino piñonero que estorba más que otra cosa (la sombra perjudica a las cepas y las agujas caídas del árbol impermeabilizan el suelo), sin embargo Michel vio de pequeño cómo su padre lo plantaba y prefiere perder unos litros de vino que cortarlo. Quiso que le fotografiase junto al pino.
En la cena bebimos el prodigioso fruto de su viña y de su esfuerzo por obtenerlo, tras trabajarlo todo el año sobre el terreno y vinificarlo con “tecnología de garaje”. Extrae unos 600 litros por vendimia. La mayor parte los lleva a la cooperativa. Se queda 250 litros para su consumo y el de los amigos. Lo embotella y le pone las etiquetas que diseña él mismo. En la cena de ayer destapamos un 20 Dieux Qu’il est Bon 2015 y un Santa Peronella 2008 de su viña, y en los postres un vino dulce natural Vell Banyuls que aportó de su cosecha Jean Baills, uno de los vinateros más sabios por experiencia de la comarca.
La cotizada denominación de origen del vino de Banyuls incluye igualmente los términos vecinos de Cerbère, Port-Vendres y Collioure. Port-Vendres lleva el nombre de Portus Veneris, el puerto del templo romano de Venus, aludido por testimonios escritos de la Antigüedad aunque nunca localizado hasta hoy. Los topónimos poseen con frecuencia mayor capacidad de permanencia que la historia documentada.
La dársena de Port-Vendres, resguardada de vientos, ha sido utilizada por las naves de todas las épocas. Formaba parte del puerto real Collioure, el municipio vecino del que no se independizó hasta 1823.
Amparado por la mole montañosa del cabo Bear, Port-Vendres ofrece un puerto angosto y profundo, como un fiordo, incrustado en la recortada Côte Vermeille rosellonesa, los veinte kilómetros que abrazan de la frontera de Cerbère hasta Collioure, pasando por Banyuls y Port-Vendres, antes del arenal abierto –otro mundo muy distinto-- que comienza en Argelés.
A partir de la colonización francesa de Argelia en 1830, Port-Vendres se convirtió en el principal puerto de comunicación de pasajeros y mercancías de la metrópoli con Argel y Orán, más próximo a aquellos destinos que Marsella. La llegada del tren en 1867 y la comunicación directa que eso supuso con París representó la edad de oro de la localidad. La independencia de Argelia en 1962 invirtió la tendrncia.
La construcción de las instalaciones portuarias modernas eliminó las playas del núcleo urbano, a diferencia de Banyuls o Collioure. Seguramente Port-Vendres salió ganando. Hoy tiene la mejor playa de todas, la de Paulilles, preservada en las afueras como un botín escondido.
Todavía llegan barcos mercantes a Port-Vendres, pocos. La pesca ha decaído igualmente, aunque aquí aun se puede comer pescado del día todo el año como un auténtico lujo natural, otra delicia heredada. Un cabracho o unos salmonetes de Port-Vendres a la brasa de sarmientos o en bullinada (suquet), con un chorrito dorado de aceite de los olivares vecinos y un polvillo de sal gorda, representa un manifiesto poético más que una comida. Lo comprobé de nuevo ayer en casa de Michel Goday y Sabina Monza.
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