Entre todas las expresiones de la fortuna vibrante de las cosas del mundo, las dos que tensan más mi atención suelen ser el paso continuo de la variedad de personas entrevistas por la calle y el arte de la conversación. En el interior de cualquier museo acostumbro a centrarme más en la pose de los visitantes que en la mayoría de obras expuestas. En un vagón de metro encuentro, algunos días, Venus más vitales que en los libros de arte. A veces entro en los grandes almacenes solo por presenciar cómo los clientes componen un virtuoso ballet de mil caras. Viajo a algunas ciudades solo para entregarme a la simple y suntuosa costumbre de mirar pasar la gente en los escenarios singulares del espacio público y, luego, telefonear a algunos amigos del
lugar para tomar café o dar un paseo. Lo he relatado en algunos libros a propósito de Milán, Buenos Aires o Atenas, aunque podría hacerlo extensivo a cualquier lugar.
lugar para tomar café o dar un paseo. Lo he relatado en algunos libros a propósito de Milán, Buenos Aires o Atenas, aunque podría hacerlo extensivo a cualquier lugar.
Mirar pasar la gente no siempre es un gesto maquinal, puede convertirse en uno de los espectáculos del mundo. Hacerlo con una cierta intención de descubrimiento requiere el mismo discernimiento que se aplicaría a una exposición de arte.
Se tiene que saber mirar, si se quiere detectar la sacudida del hallazgo. Mirar nunca fue un acto mecánico, ni siquiera cuando se hace por distracción. Se puede mirar con más o menos intencionalidad, con la capacidad de percepción más o menos focalizada, pero incluso la mirada perdida busca algo.
Mirar pasar la gente me abre el deseo de hablar con ellos, una posibilidad que no se da con frecuencia. Es preciso respetar la privacidad de los desconocidos, salvo que se avengan a conversar al calor de un encuentro fortuito en un bar, un parque un vagón de tren. Agotadas esas eventualidades, telefoneo a los amigos y conocidos locales para concertar un encuentro, si les va bien.
Entonces el paso de la gente puede llegar a culminar en la sensación de intimar un poco con determinados miembros de la corriente humana, de intercambiar algo más que la mirada, de armonizar la marcha durante un rato con la intención de tentar la suerte de la palabra articulada, la belleza pulmonar de la palabra intercambiada de cada día. En estos paseos compartidos de improviso surge a veces el jugo de oro de una idea felizmente expresada, brindada de modo espontáneo.
La forma de una nube, el vuelo de un pájaro, el rayo de luz sobre un punto del paisaje, el brillo de la luna llena o un poema bien redondeado no siempre alcanzan la cantidad de emoción que ofrece una conversación informal y lograda, del mismo modo que el paso de una persona movida por el soplo de la belleza y el temblor de realidad que contiene. Se tienen que sumar muchos elementos agraciados para llegar a este punto de destello espontáneo.
No se trata de canon estético ni retórico, de esperanza de perfección, de clichés de elegancia o estilo, de refinamiento formal, de éxtasis de una epifanía accidental ni de la sonrisa de los dioses. No, nada de eso. Se trata del principio activo, libre e imprevisto de la belleza viva y articulada, la cual suele desvanecerse con la misma espontaneidad.
Me gustaría entender la belleza, no solo percibirla. Intuyo que hace emerger una verdad secreta sobre nosotros mismos. La belleza, sin embargo, suele ser la manifestación más tangible y reiterada de nuestra incapacidad de definirla y más aun de corporizarnos a su lado, salvo el instante afortunado de un beso robado.
¡Ah, amigo!, entender la belleza. Esto es peligroso, ya lo decía Rilke. La mirada de la belleza fulmina, solo podemos acercarnos a ella utilizando el ardid del arte o de alguna bella compañía, pero entenderla se escapa. Nuestra incapacidad es grande, no alcanza el entendimiento, solamente la percepción fugaz es posible.
ResponderEliminarSaludos
Francesc Cornadó