El pasado sábado el diario La Vanguardia publicó en sus páginas de Cultura un articulo completamente atípico, escrito por la joven actriz barcelonesa Alba Guilera (foto adjunta de su book) sobre el arte de colarse sin invitación en todas las fiestas del Festival Internacional de Cine de Cannes y el ambiente frenético que se respira en ellas. Era un artículo buenísimo (la actriz es licenciada en Letras Modernas en la Sorbona, dice el currículum) y quiero pensar que por eso lo publicó el diario, sin ninguna mención ni comentario del hecho que no se trata de una colaboradora habitual. “Caras conocidas por todas partes –escribe Alba
Guilera. Mucha escort estridente. Intercambio expeditivo y desenvuelto de tarjetas. Algunos contactos de realizadores interesantes. A pesar de todo, lo que parece natural resulta agotador cuando ms profesionales solo se acercan a ti porque eres joven, con energía y porque el vestido que te has puesto esta noche te favorece. No deja de sorprenderme el atavismo de esta cuestión, que debemos considerar y aprehender como intrínseca de la profesión. Vendemos nuestro carisma, nuestra mirada, nuestra vulnerabilidad, nuestra capacidad de seducción. Retomo fuerzas entre baile y baile. Del toilette salen parejas, chicas jóvenes con señores mayores, amigas...”.
Guilera. Mucha escort estridente. Intercambio expeditivo y desenvuelto de tarjetas. Algunos contactos de realizadores interesantes. A pesar de todo, lo que parece natural resulta agotador cuando ms profesionales solo se acercan a ti porque eres joven, con energía y porque el vestido que te has puesto esta noche te favorece. No deja de sorprenderme el atavismo de esta cuestión, que debemos considerar y aprehender como intrínseca de la profesión. Vendemos nuestro carisma, nuestra mirada, nuestra vulnerabilidad, nuestra capacidad de seducción. Retomo fuerzas entre baile y baile. Del toilette salen parejas, chicas jóvenes con señores mayores, amigas...”.
El largo y detallado artículo de Alba Guilera me recordó poderosamente la única ocasión en que asistí de invitado a un prestigioso festival internacional de cine, alojado en el hotel más caro de la ciudad, con chofer, guía asistente y cuenta abierta en los mejores establecimientos. La contrapartida implícita era la obligación de someterse a un grado razonable de vida pública promocional.
El chofer que me esperaba en el aeropuerto con el cartelito redactado a mi nombre me depositó sin tocar el suelo, al volante de un flamante Mercedes, en la suite del hotel. En seguida tuve que arreglarme para la primera cena, compartida con personas conocidas del sector que yo desconocía: productores, realizadores, directores de fotografía, guionistas, periodistas, actores o actrices.
Las leyes del mercado imponen a actores y actrices que su aspecto físico juegue un papel, junto al talento artístico. Los festivales en que periódicamente se reúne el gremio son mercados de contratación.
En la primera cena me tocó sentarme al lado de una conocida actriz, obstinada en lucir el escote como factor de comunicación más ostensible que su desganada conversación. Llevaba tiempo sin ver aquella profundidad de escote en un encuentro social a local cerrado, quiero decir fuera de las licencias de la playa o de los momentos privados.
Quizás habría chocado con las convenciones sociales que nos regían aquellos días o sencillamente contra mi carácter si le hubiese comentado con franqueza a mi compañera de mesa que sus pechos me impresionaron más en determinada película veinte años atrás que ahora vistos de cerca y, sin embargo, mi simpatía no se basaba en eso porque a mi, que no soy mitómano, ella me atraía más en aquel instante que estábamos compartiendo, en la imperfecta realidad de la distancia corta que en la pantalla.
Lo intenté de forma más indirecta, ante la ausencia de otros temas de conversación por su parte. Escuchó sin manifestar sorpresa, sin manifestar nada, mi monólogo para cumplir con los preceptos de la vida social. En el momento de levantarnos de la mesa solo le quedaba una duda: “Ma insomma, lei è produttore?”. Me pareció que la sincera respuesta negativa reducía de golpe a cero su atención a todo el argumentario que le acababa de desplegar.
En días posteriores del festival compartí de nuevo con la misma actriz comidas y cenas, durante las que intenté conversar con ella sobre otros asuntos de presumible interés general. Fue pena perdida.
Después de cenar era preciso acudir a fiestas nocturnas que a mi se me hacían largas y pesadas, dado que no tenia nada que vender ni comprar. Me retiraba a dormir, si conseguía conciliar el sueño a pesar revuelo de las carreras nocturnas desatadas en los pasillos del hotel entre la oferta y la demanda de aquel mercado de trabajo.
En cambio las mañanas del festival resultaban de una placidez excepcional, con todos los servicios del lobby del hotel para mi solo. Después de desayunar podía leer los diarios en el salón, en la plenitud de un silencio espléndido. En la carta del bar elegía los mejores espirituosos para acompañar el habano matinal, que es el que complace más a los sentidos despiertos, frescos, descansados y espoleados ante el nuevo día. Gozaba de aquellas primeras horas con la certeza de no ser interrumpido por ningún actor, actriz, director, guionista ni productor, los cuales se levantaban más tarde y más espesos, quejosos y acelerados.
Tan solo coincidí con un director de fotografía, visiblemente distanciado de los usos y costumbres, ni que fuese porque viajaba con su mujer oficial y su hija, lo que le dispensaba de las obligaciones más nocturnas y le ofrecía como a mi aquellas mañanas insólitas, desérticas, radiantes. Su conversación era igualmente desganada, resignada, sin músculo.
Al final del festival otro chofer me condujo de nuevo al aeropuerto, mientras me explicaba con nombres y apellidos, sin ninguna discreción profesional, encima de qué escotadísima actriz saltó como un fauno determinado director la noche anterior mientras les llevaba en el asiento trasero del coche. El nombre de mi vecina de mesa no apareció en la relación confidencial del empleado y me supo mal por ella, con la convicción de que se lo debió tomar como una desconsideración.
El conductor me enumeró la lista de aquellas situaciones impulsivas presenciadas por él cada día de la semana del festival, como si fuse un palmarés paralelo destinado a premiar su agudeza de observación, la vitalidad del certamen y la comodidad de su vehículo. No me atreví a corresponder mediante el relato de mi propia observación sobre la magnífica flacidez de los pechos de la actriz y su incapacidad de conversación. El chofer tampoco me habría entendido, por culpa de la dificultad de expresión de mis palabras, tan alejadas de la narratividad del cine.
El artículo escrito por la actriz Alba Guilera en La Vanguardia sobre los pasillos del último festival de Cannes venía a decir exactamente lo mismo, de forma muy bien expresada.
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