Aunque nos parezca difícil de nuestro lado del Mediterráneo, en el Mediterráneo oriental padecen estos días una ola de frió siberiano, con fuertes nevadas hasta Grecia e Italia. En una ocasión me encontraba en Atenas por estas fechas, nevava y supuse que cerrarían al público la ascensión a pie de los numerosos visitantes hasta el recinto del Partenón, en lo alto de la Acrópolis, para evitar resbalones, caídas, incidencias. A media mañana apareció un tímido rayo de sol y decidí probarlo por pura curiosidad. La joya del Partenón se recorre habitualmente bajo el cegador sol del Ática, una luz rutilante, pura, crepitante, capaz de demostrar que la piedra inerte puede ser efusiva y la dureza marmórea tan dulce. Poder hacerlo por una vez bajo la amortiguada atmósfera de la nieve valía el intento, por la excepcionalidad de la luz de aquel día. Me presenté sin muchas esperanzas en las taquillas de la entrada, situadas al pie de la colina. La curiosidad impenitente a veces se ve premiada: el recinto estaba abierto. No me avisaron de que, además, se encontraba insólitamente solitario, desertado por los grumos de miles de visitantes diarios, recorrido tan solo por
contados atrevidos que avanzábamos a pasitos vacilantes, como de geisha japonesa, sobre el resbaladizo y abrupto empedrado lamido por los siglos y la gente.
contados atrevidos que avanzábamos a pasitos vacilantes, como de geisha japonesa, sobre el resbaladizo y abrupto empedrado lamido por los siglos y la gente.
El premio no consistió solo en ver el Partenón bajo la capa nívea que lo realzaba como nunca, sino poder hacerlo en soledad y en silencio, privilegio solamente dado a algunos visitantes de marca cuando les cierran el recinto para ellos. La segunda excepción de la soledad y el silencio turbaba más el espíritu que la nieve. Sin embargo para que para que la emoción y el lirismo sean auténticos requieren un poco de espíritu crítico y respeto de la realidad. El Partenón es como es hoy, tal como lo vemos con nuestros ojos según el ánimo del día y los sentimientos contradictorios derivados de lo que vivimos en cada momento.
El Partenón es un hecho vivo, no una triste ruina, un derribo ininteligible. Su historia eminente encarna también la nuestra. No es un objeto teórico de curiosidad o estudio. Tiene una parte sublime y otra imprevisible, precisamente porque la antigüedad no es algo decorativo, de frialdad académica, venerable, aburrida y definitivamente muerta.
El Partenón es un hecho vivo, no una triste ruina, un derribo ininteligible. Su historia eminente encarna también la nuestra. No es un objeto teórico de curiosidad o estudio. Tiene una parte sublime y otra imprevisible, precisamente porque la antigüedad no es algo decorativo, de frialdad académica, venerable, aburrida y definitivamente muerta.
El Partenón es un ejemplo de perfección y sobriedad, el monumento de la Atenas democrática, el símbolo actual de Grecia y de Europa, la traducción en piedra del espíritu creativo de aquel clasicismo, una imagen viva de la libertad, la belleza y la cultura, librada hoy a la mirada incansable y con frecuencia atónita de los visitantes.
Fue construido en tan solo diez años, del 447 al 437 aC. El uso intensivo del mármol blanco del Pentélico constituyó una innovación, posiblemente porque resultaba más asequible que el de Paros, considerado hasta entonces de mejor calidad. El templo estaba revestido por pintura de vivos colores, sin embargo el principal impacto lo causaba la grandiosidad, el elaborado juego de proporciones en dimensiones desacostumbradas.
El culto que practicaba era al propio esplendor de Atenas, como monumento destinado a glorificar la ciudad a través de su diosa Atenea. El apogeo se vio truncado una vez más por el enfrentaniento entre Atenas y Esparta. El luminoso siglo V aC terminó con una terrible guerra de treinta años entre ambas ciudades rivales. Atenas salió derrotada, cubierta de nuevo por la nieve, a la espera de la reaparición de un tímido rayo de sol.
Extraodinario, sin duda la construcción humana más bella que existe. Cuando se ha visto el Partenón ya no se olvida nunca más, a partir de entonces todo se contempla con otros ojos. Una explosión de orden y mesura, en aquel dórico austero se encuentra lo mejor del ser humano.
ResponderEliminarSaludos
Francesc Cornadó