No siempre he sido mañanero, últimamente sí. La primera claridad me despierta la avidez de mirar el mundo. La misma atmósfera que la noche anterior me parecía agotada, comparece por la mañana llena de promesas, acogedora como una sabana limpia, barnizada con colores nuevos que se ofrecen a ser compartidos. La primera luz me produce una sensación de pequeño prodigio cotidiano, me lleva a esbozar una sonrisa, avivar el paso, acoger la caricia del sol con un saludo celebratorio y sentir la esperanza activa de no llegar al atardecer defraudado. El primer sol mañanero me inspira confianza, como una garantía de continuidad regulada desde más arriba que las veleidades de las reglas humanas. Ninguna otra hora del día tiene los
mismos colores, proyectados de golpe desde la oscuridad. El escenario pasa en pocos instantes de un estado visual a su contrario, cada mañana. Todo aquello que se hizo oscuro, incierto o huidizo revive con una energía de contrastes despiertos, complacidos por la aparición de la calidez de la luz, tonificados por otros tonos de las mismas cosas. Homero habla en la Odisea de la aurora de dedos de oro. Yo le encuentro algunos días un color azafranado, otras veces achampañado.
mismos colores, proyectados de golpe desde la oscuridad. El escenario pasa en pocos instantes de un estado visual a su contrario, cada mañana. Todo aquello que se hizo oscuro, incierto o huidizo revive con una energía de contrastes despiertos, complacidos por la aparición de la calidez de la luz, tonificados por otros tonos de las mismas cosas. Homero habla en la Odisea de la aurora de dedos de oro. Yo le encuentro algunos días un color azafranado, otras veces achampañado.
Las siguientes horas del día tienen sin duda sus propias virtudes virtudes, cuando el sol está en lo alto. La luz del atardecer resulta posiblemente más sabia, más vivida, aunque también más castigada por los excesos de intensidad, más abrumada por su condición de canto del cisne, de reflejo crepuscular antes de ponerse de fatiga.
No lo experimento solamente en el instante matinal de abrir la ventana sobre algún paisaje de excepción. Lo compruebo en mi entorno cotidiano, en la calle de casa, a la hora en que las madres y padres del barrio llevan los niños a la escuela con un paso decidido y puntual, los tenderos levantan las persianas, el kiosquero ordena los diarios todavía manchados de tinta fresca, los adolescentes se congregan en la esquina para ir juntos hasta el instituto explicándose las fabulosas aventuras de la última noche frente a la pantallita o colgados del teléfono móvil.
La cara de toda esa gente refleja de mañanita la confianza que extraen de la primera luz. La humanidad recién duchada revive como una derivación, una consecuencia de la luz naciente.
La claridad de la mañana tiene, desde luego, circunstancias cambiantes. Las nubes se instalan algunos días de una forma que parece inamovible. Son mañanas propensas a otro tipo de recogimiento, a un tránsito de espera durante el que las horas se entremezclan en una emulsión de fluidez más lenta. Conozco a personas a quien eso agrada, tal vez porque les complace la introspección y saben disfrutar más que yo de la grisura, conciliadas con el lado sombrío de la vida. Las mañanas de lluvia no suelen durar.
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