Este mediodía nos hemos reunido en un restaurante barcelonés una treintena de personas que trabajamos junto al president Tarradellas en el Palau de la Generalitat para conmemorar los cuarenta años de su regreso del exilio en ejercicio del cargo, encabezados por el hijo Josep Tarradellas Macià y por Josep M. Bricall, y organizados como siempre por Montserrat Catalán. Algunos pensarán que la situación no está para conmemoraciones, cuando la realidad es a la inversa. La partida de billar entre el Estado español y la Generalitat republicana en el exilio acabó en carambola por la habilidad política y la conveiencia de entenderse de ambas partes. La partida de billar sigue en juego cuarenta años después, ahora con un estilo demasiado
cambiado. Fui contratado de rebote casual por la Generalitat recién restaurada, después de haberla frecuentado los meses anteriores como periodista. El Mundo Diario en que trabajaba nos dejó en la calle por cierre de la empresa y tenía que encontrar algún otro trabajo, aunque fuese tan inesperado como aquel.
cambiado. Fui contratado de rebote casual por la Generalitat recién restaurada, después de haberla frecuentado los meses anteriores como periodista. El Mundo Diario en que trabajaba nos dejó en la calle por cierre de la empresa y tenía que encontrar algún otro trabajo, aunque fuese tan inesperado como aquel.
Mi nombramiento como jefe de gabinete del conseller de Gobernación Josep M. Bricall apareció en el DOG. Quedó sin efecto poco después, tras la llegada del primer gobierno de Pujol en 1980.
Conservo, por lo menos, una visión del president Tarradellas en el día a día del Palau de la Generalitat, aunque desde mi posición solo alcanzara a ver el estilo de una cierta manera de hacer política, a oír el eco lejano de la batalla y cazar al vuelo algunas esquirlas, virutas, pinceladas.
Igual que el personaje stendhaliano de Fabrice del Dongo, inmerso en la batalla de Waterloo sin mucha conciencia de ello a lo largo de las páginas de la novela La cartuja de Parma, prácticamente ni me enteré de lo que se dilucidaba, rodeado en todo momento por altos cargos atareados y misteriosos, secretarias por doquier, ordenanzas multiplicados, choferes solícitos y mossos de esquadra ceremoniales. Pero estuve allí, día tras día, de buena mañana hasta por la noche, sábados incluidos y también domingos si era preciso.
No trataba directamente con el president, pero lo cruzaba de forma inevitable. En una ocasión me detuvo en los pasillos del edificio. Impresionado ante su corpulenta estatura, me dijo amablemente: “Febrés, el conseller Bricall me habla muy bien de usted, le felicito. Pero...”.
En aquel punto hizo una parada estratégica, una suspensión estudiada de sus palabras. La acompañó con una ligera mueca facial disgustada. El instante me pareció eterno, hasta que añadió: ”Déjeme que le diga una cosa: lástima de esa barba que usted lleva. No lo sienta bien, no se corresponde con un hombre como usted... Me entiende, ¿no es cierto?”.
Los acontecimientos electorales y el cambio de presidente se precipitaron. No me dio tiempo a tomar la decisión de sacármela y aun la conservo.
Ahora la Generalitat vuelva a encontrarse inmersa en otra batalla de Waterloo, pero ya no hago de Fabrice del Dongo después de cuarenta años de ciudadano y contribuyente cumplidor. Ahora me doy cuenta de la partida de billar y de los cambios vividos en la habilidad política y la convenmiencia de entenderse de ambas partes. El estilo del president Tarradellas fue olvidado demasiado pronto, y no lo digo por mi barba.
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