No sé por qué ayer me escapé de golpe, sin parar, hasta Empúries. Tal vez porque me sentía pobre en belleza, para hacer una pausa o una locura, para hacerme confidencias con el vientre sonoro del mar y sofocar frente a él un temblor, un vacío, un tiempo tenebroso. Tal vez fue por ganas de sentir la fuerza de gravedad del mundo en un núcleo habitado desde hace 3.000 años y sustraerme de este modo a las obscenas ceremonias que ensalzan día tras día la impudicia del poder. Y porque bajo la luz del lugar aun creo percibir la koiné diálektos griega y las pulsiones fundadoras del derecho romano por encima de las acometidas de los nuevos bárbaros, los nuevos usureros y los nuevos profetas. No soy germánico, eslavo ni otomano, soy
mediterráneo colonizado en primer lugar por otros mediterráneos más avanzados. En Empúries empezamos a ver mundo, a relacionarnos con el mundo, a vivir conectados en red. También empezamos a plantar cara, a competir, a ser quienes somos, mezclados, distantes herederos de aquellos iberos, griegos, romanos, visigodos y quizás algunos musulmanes.
Mi amor por Empúries no es ciego, la elegía no está reñida con la mirada razonablemente crítica. El espíritu democrático no deja de ser un invento de aquellos griegos, una aportación suya.
Regreso a Empúries por el placer de conversar conmigo mismo, intentar expresarme con claridad y estimular la aptitud a comprender el pasado y el presente, la civilización y la barbarie, el adversario y el amigo. Eso requiere enfrentarse al consumo desenfrenado de imágenes y noticias.
Poseer millones de informaciones en el ordenador o el teléfono móvil no equivale a saber. Para saber hay que pensar la información, digerirla y evacuar mucha más de la que se asimila.
Por eso un yacimiento arqueológico no es solamente una ruina con billete de entrada, sino el sustrato de todo lo que hemos entendido sobre nuestra historia. Las ruinas de Empúries nacieron cosmopolitas y en algún repliegue conservan un afán de modernidad.
Las piedras de Empúries nunca me han parecido una fuerza inmóvil y muda, sino una energía estallada en mil chispas que el viento remueve para desafiar los bostezos aparentes, la supuesta severidad del yacimiento arqueológico que va dando cabezadas en un silencio enyesado.
He recorrido durante largos años la Toscana, Sicilia, Grecia. Les he dedicado algunos libros. Empúries sostiene perfectamente la misma nota, con el mérito añadido de la sobriedad.
Aquí el silencio no es una forma de vacío ni de vagos crepúsculos de la antigüedad. Es un virtuosismo argumental sobre la espuma de los siglos, un equilibrio entre el amor y el engaño a fin de que el impulso constructivo prevalezca, un momento de simple pero irrevocable grandeza de los principios antiguos, redimidos de la ofensa que experimentan ante la ignorancia intransigente, los abusos del poder y el mal de las abstracciones.
Regreso a Empúries para repasar el manual de una geografía poblada de bellezas y peligros, hacer provisión de matices, paladear el sabor de los ímpetus cansados, crujir entre mis dedos el caparazón de una cigala fresca con lasciva delicadeza y oler la tierra lamida por las olas en los rincones filigranados de la playa emporitana.
Bajo un cielo irradiado por la energía de la tramontana, Empúries es el espejo de mis deseos, el clamor fragoroso de mis dudas, el lecho de mis sueños, las alas de mi apetencia, la fibra interna de mi historia, la cinta esbelta de mi civilización. Por eso regreso a repasar la lección. O quizás, sencillamente, porque no hay nada más hermoso que lo que se ama con motivo o sin él, con palabras justas o sin ellas.
Albert Camus apuntó en una nota a pie de página de la narración Amour de vivre, escrita en verano de 1935 durante su único viaje a las Baleares de los orígenes familiares maternos: “Hay una cierta desenvoltura en la alegría que define a la verdadera civilización”.
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