Me encontraba en Atenas, nevó sobre la ciudad y deduje que eso llevaría a cerrar al público la subida hasta el Partenón, en la cima de la Acrópolis, para evitar resbalones, caídas, incidencias. La nevada fue leve, a media mañana apareció un tímido rayo de sol y decidí probarlo. El Partenón se recorre habitualmente bajo el cegador sol de justicia, una luz rutilante, pura, crepitante, triunfal, capaz de demostrar que la piedra inerte puede ser efusiva y la dureza marmórea tan dulce. Recorrerlo por una vez bajo la atmósfera tenue de la nieve valía el intento. Me presenté sin demasiadas esperanzas en las taquillas de compra de la entrada, al pie de la colina. El impulso de la curiosidad a veces se ve premiado. El recinto estaba abierto, insólitamente solitario, desertado por los grumos de miles de visitantes diarios, recorrido tan solo por contados atrevidos que avanzábamos a pequeños pasos vacilantes, como de geisha japonesa, sobre el resbaloso y empinado empedrado lamido por los siglos y el gentío habitual. El premio no era solamente ver por un día el Partenón bajo la capa nívea que lo realzaba, sino poderlo hacer en soledad y en
silencio, como no es concedido más que a algunos visitantes de marca cuando les cierran el recinto para a ellos solos. La excepción me turbaba, en unas ruinas donde la emoción vibrante de los siglos parece garantizada.
silencio, como no es concedido más que a algunos visitantes de marca cuando les cierran el recinto para a ellos solos. La excepción me turbaba, en unas ruinas donde la emoción vibrante de los siglos parece garantizada.
Sin embargo para que la emoción y el lirismo sean auténticos requieren un poco de espíritu crítico y respeto de la realidad. El Partenón es como es hoy, tal como lo vemos con nuestros ojos según el ánimo del día, con los sentimientos contradictorios derivados de lo que vivimos en cada momento.
Es algo vivo, no una triste ruina, un derribo ininteligible. Tiene una parte sublime y otra imprevisible, precisamente porque la antigüedad no es una cosa decorativa, de frialdad académica, venerable, aburrida y definitivamente muerta.
Es algo vivo, no una triste ruina, un derribo ininteligible. Tiene una parte sublime y otra imprevisible, precisamente porque la antigüedad no es una cosa decorativa, de frialdad académica, venerable, aburrida y definitivamente muerta.
Representa una de las construcciones más bellas y luminosas que levantado –y maltratado—el hombre los últimos treinta siglos, un ejemplo de perfección y sobriedad, el monumento de la Atenas democrática, el símbolo actual de Grecia y Europa, la traducción en piedra del espíritu creativo de aquel clasicismo, una imagen viva de la libertad, la belleza y la cultura, librada a la mirada incansable y con frecuencia atónita de los visitantes.
Bajo la nieve fulgía con una luz insólita, aun más pura e inolvidable.
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