El imaginario literario siempre ha ensalzado la figura el hombre libre inmerso en la naturaleza, solitario, feliz y a poder ser estipendiado. Los fareros fueron durante largas épocas los funcionarios del Estado que cumplían aquellos requisitos, un oficio legendario que la automatización de los faros ha suprimido. Sin embargo el mito persiste. El escritor francés Marc Pointud acaba de negociar una concesión para residir en el faro de Tévennec a cambio de rehabilitar su vivienda y convertirla en residencia temporal de artistas deseosos de aislarse literalmente, dado que se levanta en un islote frente a la costa bretona. Años atrás entrevisté
al farero vasco Javier McLenan, de origen familiar escocés, cuando vivía en el faro de cabo de Creus. También lo hice con Antonio Aguirre Martín en el faro del cabo de Sant Sebastià (Palafrugell), secundado por la joven farera auxiliar Elvira Pujol Font, quien vivió a continuación en el de cabo de Creus durante veinte años, hasta 2001. Yo arrastraba la idea mítica de los fareros como misántropos instalados en una isla vertical que culmina en el balcón abierto al cielo y el mar.
al farero vasco Javier McLenan, de origen familiar escocés, cuando vivía en el faro de cabo de Creus. También lo hice con Antonio Aguirre Martín en el faro del cabo de Sant Sebastià (Palafrugell), secundado por la joven farera auxiliar Elvira Pujol Font, quien vivió a continuación en el de cabo de Creus durante veinte años, hasta 2001. Yo arrastraba la idea mítica de los fareros como misántropos instalados en una isla vertical que culmina en el balcón abierto al cielo y el mar.
El farero de carne y hueso Javier McLenan era ciertamente barbudo, algo misántropo y novelesco, pero me puntualizó de entrada que él no era farero, sino técnico mecánico de señales marítimas. Llevaba dos años trabajando en el faro de cabo de Creus procedente del anterior destino profesional en el de Tarifa (Cádiz).
El faro más cercano al del cabo de Creus es el del cabo Bear, en Port Vendres, inaugurado por las autoridades francesas en 1836. Entonces no había ninguno en funcionamiento regular en toda la costa de la Cataluña peninsular, pese a la importancia de la ruta marítima y la entrada de la navegación en la era industrial. El del cabo de Sant Sebastià se inauguró en 1857.
La administración pública española asumió la responsabilidad y creó el Cuerpo de Torreros de Faros, funcionarios civiles que debían instruirse mediante cursos impartidos en la Escuela de Ingenieros de Caminos de Madrid y pasar unas oposiciones para ganar la plaza.
La Ley de Puertos aprobada por las Cortes en 1992 a propuesta del ministro Josep Borrell traspasó la gestión de los faros a las autoridades portuarias, quienes dependen del ente público Puertos del Estado. Los faros ya no eran necesarios, tras la implantación de radares, satélites y GPS. La misma ley declaraba a extinguir el Cuerpo de Técnicos Mecánicos de Señales Marítimas, los antiguos torreros o fareros. Dejaban de ser funcionarios de escalafón y pasaban a ser empleados contratados por cada puerto responsable. Las técnicas electrónicas de control a distancia de la maquinaria y las facilidades de acceso a puntos antiguamente aislados hacían innecesario que vivieran en los faros.
Ahora la antigua residencia del farero de Sant Sebastià, en la planta baja, es un concurrido restaurante japonés.
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