Tengo la mala costumbre de leer cada semana Le Nouvel Observateur (ahora L’Obs, con la furiosa manía francesa de las contracciones). El último número sorprende con la portada dedicada al envejecido Bruno Latour, uno de los filósofos franceses actuales que “inspira el planeta”, según el titular inmodesto de la revista. Las catorce páginas interiores sobre el personaje giran alrededor del lubricado malabarismo ideológico de los pensadores franceses, del que siempre se aprende algo, aunque a menudo quede por debajo de la expectativa.
En 2012 pasé unos meses absorbido por la traducción de sus Lecciones de sociología de las ciencias, editadas aquí por el sello Arpa. El encargo editorial no me divirtió mucho, pero me llevó a recordar intensivamente aquel malabarismo. En mi libro Retrat de França amb francesos, publicado en 1998, ya intenté describir el salto acrobático de la generación de Sartre, Camus, Levi-Strauss, Foucault y compañía hacia la de los nouveaux philosophes de Bernard-Henry Levy, Kristeva, Barthes, Lacan, Deleuze, Derrida, Lyotard, Baudrillard, Bourdieu, Rosanvallon, Lévinas y acompañantes. La siguiente tanda de los Latour, Badiou, Descola, Rancière, Onfray o Balibar es hoy igualmente nutrida, aunque más delgada en términos de liderazgo intelectual, más allá de los respectivos reductos profesionales.
La influencia de los maître-à-penser ha languidecido al mismo ritmo que el peso mundial de Francia, pese a que la amplia estructura universitaria y editorial francesa les asegura una jubilación respetuosa. Los filósofos franceses –hoy diríamos los intelectuales—se convirtieron el siglo XVIII en el nuevo clero republicano, encargado de dar legitimidad ideológica al poder surgido de la Revolución. Desde entonces su papel en la vida pública francesa ha sido superior al de otros países europeos, donde generalmente se encuentran más circunscritos a los círculos culturales o académicos. En Francia pueden perfectamente ser portada del semanario de información más leído.
0 comentarios:
Publicar un comentario