13 jul 2018

La “Granita de cafè”, una ilusión de riesgo y escarmiento

La cadena de cafeterías Viena (50 establecimientos en propiedad en Catalunya, Valencia y Andorra) ha puesto en la carta de verano la “Granita siciliana” y yo he corrido ilusionado a su reencuentro. Se trata de una delicia difícil de definir y de imitar porque juega con la habilidad de los semitonos, la destreza de los entremedios, el toque y el equilibrio sutil de ingredientes por parte de cada persona que la prepara. De entrada, se sitúa a medio camino entre el sorbete y el granizado, sin ser una cosa ni la otra. Una granita es una granita. Igual que el abanico infinito de los helados, la granita puede ser de muchas cosas como ingrediente básico, encara aunque las más difundidas son de café, de limón o de almendra. La singularidad que la identifica es la
obligación de coronarla con una capucha de panna, que no es exactamente nata, dado que la panna posee una finezza genética intransferible. La granita se ha convertido en una especialidad veraniega en toda Italia, pero es siciliana hasta la médula y eso también constituye un atributo.
La heladería y la pastelería han jugado siempre un gran papel en el Mediterráneo y en Sicilia en particular. Representan a la vez el estadio más vulnerable de la infinita gama de preparaciones comestibles, de modo que estropear o bastardear un helado o un pastel es el peligro más fácil y rápido de todos. Se trata de un de las especialidades que ha sucumbido peor a la industrialización, por eso resulta una joya rara reencontrar en Sicilia –y en los negocios artesanos de aquí-- una cultura que la ha mantenido en lo alto del nivel histórico y ha sabido ponerla al día. Las granite, los cannoli, la cassata y las cassatine figuran entre las expresiones más nobles del alma siciliana. Son el monumento a una manera de vivir y celebrarlo, una manera medio árabe, medio volcánica, medio secreta. 
La cadena catalana de cafeterías Viena ofrece este verano dos opciones que anuncia como “Granita siciliana”: la de café y la de frutas (naranja, limón, melón, piña y mango). Acudí por la de café. Más me hubiera valido quedarme en casa. La que me sirvieron era un delito, un acto de incultura, un vulgar batido de café con leche y hielo, con la capucha de nata recargada por el chorro de melaza final que llaman “coulis de toffee”. 
A la salida eché de menos furiosamente la granita del Antico Caffè Spinnato en Palermo y el milagro cotidiano, más cercano todavía, “d’es gelat d’ametles” de Can Joan de s’Aigo, en Palma de Mallorca. La nostalgia es un error, sin duda, pero el recuerdo es una brújula.

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